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Entre todo el pequeño revuelo que causo el príncipe en mí, había olvidado por un segundo todos los problemas que había en casa

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Entre todo el pequeño revuelo que causo el príncipe en mí, había olvidado por un segundo todos los problemas que había en casa. Por un momento pude dejarlos de lado y sentir rabia por Daniel Brunce.

Sentía pequeños pinchazos en mi cuerpo y un gusto amargo se aparecía en mi boca cada vez que en mi cabeza volvía a aparecer la condenada foto. No entendía porque me sucedía esto. Quizá solo lo quería proteger de los niños mimados como Daniel, que creen que pueden tener todo y que solo son unos imbéciles. Pero, ¿por qué quisiera yo protegerlo? Supuse que después de todo si era mi amigo.

Leo abrió la puerta de mi habitación sin tocar. La abrió de golpe y me miró con una media sonrisa.

—En cinco minutos estará la cena. —explicó.

Lo miré por unos cuantos segundos. No le dije nada, aunque quería decirle un millón de cosas. Quería darle explicaciones para que no pensara que yo y el príncipe teníamos algo. Pero una parte de mí decía que era completamente inútil. Leo lo tomaría como quisiera tomarlo, y si quería tomarlo como que su hermano menor andaba dándole placer a un niño mimado, nada lo detenía. Me daba igual.

Asentí y miré la pantalla apagada del computador. Podía ver mi reflejo. Estaba despeinado, más de lo normal. Me acomode un poco el pelo y me lo miré. A veces parecía un militar. Sobre todo por la pequeña cicatriz en mi mejilla izquierda. Me hacía parecer un matón o alguien que tenía peleas.

Era un chico que tenía peleas.

—¿Podemos hablar? —preguntó Leo adentrándose a mi cuarto.

Pasó por toda la ropa tirada en el suelo y se sentó sobre la cama. Mi cama quedaba justa detrás del escritorio donde se encontraba la computadora, por lo que estaba dándole la espalda. Me giré y me crucé de brazos.

—Te dije que no soy gay. —mascullé apretando tantos los dientes que comenzaban a dolerme de la fuerza que ejercía en ellos. Por un segundo tuve el pequeño e irracional miedo de que se rompieran.

—No estés tan a la defensiva. —pidió Leo con una sonrisa.

Conocía esa sonrisa. La usaba cuando creía que tenía la razón absoluta. Aunque siempre creía tenerla. Leo tenía un ego más grande que el de muchos chicos de nuestra escuela. Incluso más del que conocí en mi vida.

—No vengo a pelear, ni a recriminarte nada —explicó moviendo sus manos con cada silaba. Parecía un orador más que alguien que quiera ayudarte. Ni si quiera Hitler movía tanto las manos en sus discursos—. Solo vengo a hablar. Mira, Orion, yo sé que todo es difícil. Sobre todo para ti.

Fruncí el ceño. Estaba demasiado ansioso en saber a donde quería llegar con toda esa mierda. Con una introducción como aquella podría elegir cualquier tema y romperme en mil pedazos o buscar que hable más de lo que ya lo he hecho. Cualquiera de las dos opciones, eran claramente horribles.

Lágrimas azulesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora