Capítulo LIX: La Anti Ley de Murphy.

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Murphy nos dice, «si algo puede salir mal, saldrá mal.»

El camino a casa se hizo más pesado que de costumbre, o tal vez no deseaba llegar tan pronto. Medusa quedaría corta en comparación de mi madre y un imponente castigo sería dictado tan cerca de mi cumpleaños número dieciocho. Me lo merecía, de eso estaba segura, pero también estaba al tanto de que esa casa últimamente me asfixiaba.

Florida tenía ese efecto en mí desde hace varios años, en realidad.

―¡Corre que nos empapamos! ―Fantástico. Como en esas escenas convencionales cinematográficas, escuché la risueña carcajada de una niña de, probablemente, seis años, dando brinquitos de mano con su madre por toda la avenida. Me hacía sentir peor.

Las palabras de Arya ensordecían en mis oídos: corazón y razón. Harry Styles era tan ciego como para no notar cambios en mí forma de ser ―y esperaba que continuara de esa forma―, mi madre estaba teniendo pensamientos homicidas con mi cabeza y una señora que fundó el dichoso club de «Aileen Parker Apesta con A de Asno» desde que prendí en fuego su departamento estaba viviendo a un metro de mi cama.

Debo admitir que pese a ser Doña Gruñona, era agradable tener a Butter Bettis cerca.

Entre mis penurias, el recuerdo de mi cumpleaños absorbió todo mi tiempo. Era el número dieciocho ―«una fecha importante»― y a Sarah le habría encantado organizarme la celebración del año. Seriamente dudaba que luego de tal insensatez mi madre tuviese deseos de ser partícipe de tal hazaña, y siendo honesta, no tenía ganas de darle demasiada importancia al asunto. Un año más, un año menos. Tal vez se haría una reunión pequeña en el patio trasero y mi familia viajaría hasta Tallahassee para pasar la semana, pero no me sentía contenta sin mis amigos cercanos cerca.

De la noche a la mañana, mis pies se estancaron en el suelo.

«Que la fuerza te acompañe, joven Skyparker». Estaba frente a la casa.

El estómago se me comprimió al escuchar a mamá. ―No está con Paz ni con Harry. Les he llamado y dicen que no saben nada de ella desde ayer. ―Sonaba martirizada. Mordí mi labio inferior, con el corazón en la garganta y nudos de culpabilidad en el abdomen, pero respiré hondo antes de entrar al infiernillo. El teléfono persistió en su oreja al reparar en mi presencia, taciturnamente―. Acaba de llegar. Te llamo en un rato ―dijo con voz tensa mientras colgaba y dejaba el aparato sobre la barra.

―Hola. ―Mi voz brotó estrangulada.

Se puso de espaldas a mí y comenzó a fregar algo, sin dirigirme la palabra.

―¿No vas a decir nada?

Un sonido me aturdió, pegando un brinco al mirarla apoyarse bruscamente en el acero inoxidable. ―¿Qué quieres que te diga, Aileen?

Apreté los labios. ―Que hace una hora actué como una completa mocosa ―sugerí.

―Lo hiciste. ―Giró, con el rostro escarlata. Estaba sofocada―. Al menos lo admites.

Tamborileé los dedos, con el alma en un hilo. ―¿No vas a gritarme?

Sus ojos se estrecharon. Los zapatos resonaron en el suelo hasta el almacén, plenamente en silencio, cuando regresó a los segundos y depositó fragmentos destrozados de un plato de porcelana entre nosotras. Mis ojos se ampliaron con estupor. ―¿Te suenan las campanas? ―prorrumpió.

El plato de Patrick Swayze.

Retrocedí, sacudiendo la cabeza. ―¿Esa es la razón? ―Me apoyé en la barra, desconcertada. Todo lo que pude hacer fue observarlo con incredulidad, una helada y escalofriante incredulidad―. ¿Casi pierdo mi vida por un condenado plato?

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