Capítulo LXXIX: Los espacios entre nosotros.

9.6K 964 442
                                    


Penny estaba en coma.

Tres semanas pasaron. Mi padre me llevaba al hospital y esperaba hasta la noche por alguna noticia, entonces, regresaba a casa y deseaba que Wheeton despertara al día siguiente.

―Tus padres están devastados. ―Le dije a una de las estrellas que brillaban en el cielo, observando desde mi ventana como si fuese el rostro de la muchacha―. Harry y yo también. Estamos a punto de empezar la escuela intermedia y no queremos ir sin ti. Tienes que recuperarte pronto, Neny.

Me separé de la ventana para trepar por encima del colchón, abrigando mi cuerpo con las sábanas y preparándome para repetir la rutina nuevamente.

―Hola, Greta. ―Saludé a la recepcionista del hospital, sacudiendo la mano mientras recibía el mismo gesto de su parte. También hacía eso cuando llegaba el chico con cabello rizado, a sabiendas de que ambos éramos los mejores amigos de la internada en la habitación 48.

Había pasado dos meses desde el accidente.

Algunas veces, en los días buenos, nos dejaban entrar para estar un rato con la mencionada. Harry le contaba una historia de su práctica de fútbol y yo hablaba de alguna película que había visto en la semana. En varias oportunidades ambos nos quedábamos dormidos, con nuestras manos a un lado de las frías manos de Penny y una frazada sobre nuestros hombros para mantenernos calientes hasta que vinieran por nosotros.

En los días malos, el reconfortante sonido de los latidos de Penny sería reemplazado por los doctores entrando apresuradamente a la habitación. Sentiría el temblor de mis hombros al no quitar los ojos de la situación y Harry estaría a mi lado, ojeando con la misma desesperanza a la puerta de la habitación 48. Con suerte, el padre de alguno de los dos estaría presente para darnos el aliento que necesitábamos.

La cerámica del plato sonó cuando Aaron picó su carne con el cuchillo, trasladando el pedazo a la boca. ―¿Así que debemos ir a casa de tía el lunes? ―preguntó con una mueca de «qué fastidio» que pinchó el sermón de mi madre.

―Es su cumpleaños, señorito. ―Tenía que morderme el labio para no reír cada vez que llamaba a mi hermano de ese modo, especialmente porque el muchacho estaba en la etapa de ropas lúgubres y delineador bordeando los ojos―. Tenemos que ir a celebrarlo. Somos una familia unida.

El celular de la casa repicó, interrumpiendo la conversación.

Mamá chequeó la hora con un suspiro, quejándose de la persona que estaba en la otra línea por su capricho de llamar durante la cena. ―Yo atiendo. ―Se levantó de la silla, caminando para separar el aparato de la pared con un movimiento brusco―. ¿Diga? ―Lo que recibió de respuesta no fue agradable porque fijó sus ojos en mí y cubrió su boca con la mano para ahogar un gimoteo. Papá situó su mano en mi rodilla sin dejar de ver a mamá, presagiando las palabras que estaba escuchando en este momento―. Vamos saliendo, Erika. Ya vamos.

Era seguro decir que todos mirábamos a mamá cuando colgó la llamada.

―Lo siento mucho, bebé. ―Negó con la cabeza en medio del lloriqueo repentino, y el abrazo delató lo que estaba a punto de pronunciar. Una oración que nadie merecía escuchar―. Acaba de fallecer.

Dejé caer el tenedor sobre la mesa cuando la consternación me pegó como un rayo. El sufrimiento ciñó mi cuerpo cual bebé indefenso y los brazos de papá me envolvieron por encima del estrujón de mamá mientras Aaron apretó mi mano. Mi sollozo se fusionó con el de mi madre, apreciando la suavidad de sus besos en mi coronilla entre tanto drenaba mis emociones en medio del comedor y los brazos de mi familia.

El funeral concurrió como alcohol sobre la herida. Mamá se encargó de recoger mi cabello en un peinado que hizo en la mañana y estaba usando el vestido negro que abuelo me regaló en mi undécimo cumpleaños.

Dating WhoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora