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Entró a casa sin saludar y cerró la puerta con cuidado para que apenas lo escucharan llegar. Con la mochila colgada de un solo lado, la vista baja y los hombros cansados, se quitó las zapatillas apretando en el talón con la puntera y las dejó bajó el mueble del recibidor, como tenían por costumbre en la familia. Los cordones de las deportivas malgastadas de su hermano mayor asomaban siseantes en el suelo.

—¿Ángel, eres tú?— La voz de su padre, Oscar, provenía de la cocina, al final del pasillo.

—Sí.

—¿Qué hacías que tardabas tanto?

—Nada.

—Se te ha quedado la comida fría— le dijo, asomándose por la puerta; sus gafas de dorada montura cuadrada soltaron un destello. Iba vestido con pantalones de chándal, camiseta azul marina holgada y llevaba el pelo recogido en una coleta despeinada, debía de haberse levantado hacía poco.

—Da igual, no tengo hambre.

—¿Cómo que no tienes hambre?— se extrañó mientras Ángel subía por las escaleras hacia su cuarto—. Tendrás que comer algo.

Ni siquiera recibió respuesta.

Dejó la mochila en una esquina de la habitación tras cerrar la puerta, se quitó el jersey, que acabó tirado en la silla que había junto al escritorio, para quedarse en camiseta interior y se quedó mirando el lugar. Había dos fotos en las que salía junto a Lily en las baldas que tenía sobre la cama, en el armario que siempre dejaba abierto colgaba una sudadera que ella le regaló y un oso de peluche que abrazaba un cursi corazón rojo bañado en perfume de vainilla (el de ella) lo observaba desde su almohada. No se lo pensó dos veces.

Cogió la bolsa de plástico que colgaba del tirador del armario, sacó dos pares de calcetines que había dejado dentro por una razón que ni siquiera recordaba y metió en ella la sudadera, el muñeco y las dos fotografías después de sacarlas del marco. Cerró con un nudo y lo dejó en el suelo sin tan siquiera saber qué iba a hacer con ello. Quizá lo tirase a la basura, a lo mejor se lo devolvía o le regalaría a alguien el peluche y la sudadera.

No sabía qué hacer con nada, ni siquiera con su pena.

—Oye, papá me ha dicho que venga a convencerte para que comas algo— Dante entró a su cuarto sin llamar a la puerta.

—¿No sabes respetar la intimidad de la gente o qué?— bufó.

—Eh, a mí te me tranquilizas— aseguró, frunciendo el ceño. En tan solo un vistazo reparó en la bolsa de plástico y en los sitios vacíos en las baldas—. ¿Pasa algo?

—No— respondió tajante—. Déjame en paz.

Dante negó con la cabeza mientras se acercaba a la cama de su hermano y se dejaba caer en ella. Se estiró sobre la colcha, deshaciendo en un lío de arrugas el edredón y la paciencia de Ángel.

—¿Qué te pasa?— insistió.

—Lárgate de mi cuarto ¡ahora mismo!

—Todavía recuerdo cuando eras un ser de luz y amabilidad— suspiró Dante en tono burlón, con los brazos recién cruzados bajo la cabeza, los ojos clavados en el techo—. ¿Y sabes por qué lo recuerdo tan bien? ¡Porque resulta que ayer lo eras!

Un Ángel para RomaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora