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9 de noviembre de 2017, miércoles.

Ángel, apalancado en su asiento de primera fila junto a la ventana, escuchaba con aburrimiento las explicaciones de Clayton. Odiaba aquella clase por más de una razón en particular. La primera era que lo hubieran sentado lejos de Mario y David, los dos amigos con los que coincidía aquella hora, la segunda, que la estirada mujer no le quitaba la vista de encima y, la tercera, que sospechaba que aquella misma mujer estirada le tenía algo de rencor.

Mantuvo la mirada fija en la maestra por compromiso, encasillado en su eterno papel de chico bueno y gran alumno, aunque una pequeña parte de él lo hacía por si de esa forma lograba mejorar la opinión que Clayton tenía de él. Ésta, ajena al agotamiento visible en el rostro de los adolescentes, soltaba su incansable perorata sin dejar de juguetear con la tiza que usaba para añadir algún dato extra en la pizarra o amenazar con lanzársela a alguno de los estudiantes.

Los ojos de la maestra recorrieron a su público hasta que reparó en una Roma bastante temblorosa que se encogía bajo su sudadera de color negro a la que le sobraban tallas. Sentada a mitad del aula, tenía el rostro apoyado sobre una de sus manos, un tanto inclinada al frente, y sus ojos cerrados daban a entender que su interés había caído en picado.

—Miller, ¿de qué estaba hablando?— La irritante voz de Clayton hizo eco en el silencio de la clase.

Moby-Dick— musitó sin abrir los ojos.

—¿Qué más?

—De la primera frase de la novela, lo de "Puede llamarme Ismael" o "Llámame Ismael" o eso.

Una oleada de risas disimuladas se alargó desde el fondo de la clase cuando algunos descubrieron que los esfuerzos de Clayton por cazar a Roma despistada no habían dado sus frutos. De todas formas, la mujer no se dio por vencida.

—¿Y qué he dicho sobre los tripulantes del Pequod?

—Nada, todavía— Las carcajadas regresaron, acto ante el que la maestra decidió concederle el punto de honor a la joven para centrarse de nuevo en su monólogo.

La chica, al ver que había recuperado la inactividad de la que llevaba haciendo gala desde el comienzo de la jornada, deslizó los dedos por su rostro hasta que cruzó ambos brazos sobre la mesa y hundió la cara entre ellos.

Unos golpes en la puerta cortaron el discurso de Clayton por segunda vez que, a regañadientes, se acercó a ella con desgana. Posó la mano sobre el picaporte, le echó una rápida ojeada a sus alumnos por encima del hombro y abrió. El mismo hombre canoso que en un pasado fue a buscar a Ángel para llevarlo con la orientadora se asomó por el umbral y saludó a los pocos adolescentes que le prestaron atención con un gesto de la mano.

—Buenos días— se pronunció, un par de chavales le respondieron en lo que pareció un gruñido colectivo—. Busco a Roma Miller.

En apenas segundos la nombrada ya se había ganado las miradas de todos sus compañeros.

—No está— respondió sin mostrar su rostro, lo que provocó aún más risas que los intentos fallidos de Clayton por dejarla en mal lugar.

—Miller, deja de hacer el payaso.

—No hago de nada, es mi personalidad diaria— Seguía sin incorporarse.

La mujer se giró para ofrecer una disculpa frente al secretario con una mirada magnánima, demasiado forzada para la manera en la que solía comportarse con otras personas.

—Ve— ordenó al centrarse en Roma.

—No me apetece.

—No es una elección.

Un Ángel para RomaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora