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Miró las escaleras de emergencia donde estuvo sentado junto a Roma mientras hundía las manos en los bolsillos. El aire agitaba sus mechones, aún algo húmedos, y, si se concentraba, le traía de vuelta el susurro de la lluvia que caía a su alrededor cuando estuvo hablando con su amiga. El frío helador le clavaba las garras hasta los huesos.

«Por el momento no ha dado señales de vida— Había dicho Cho—, pero tranquilo, suele hacer estas cosas.»

¿Cómo pretendes que esté tranquilo?

Se acercó a las puertas del edificio y observó los carteles numéricos del portero automático: había tres apartamentos por planta y lo único que sabía era que Roma vivía en la cuarta. Sacó el teléfono móvil y buscó el número de la joven en el grupo que algún compañero de curso había hecho para los estudiantes de Teatro, aunque lo volvió a guardar apenas un minuto después tras dejar pasar más de siete pitidos sin que ella aceptara la llamada ni la colgara.

Joder..., ¿por qué siento que no estás bien?

Soltó un suspiro indeciso con el que se replanteó lo que hacía, quizás actuaba a puro nervio sin tan siquiera pensar una razón lógica para todo lo que sentía, pero al final echó a andar hacia las escaleras de emergencia cuya pintura verdosa comenzaba a desconcharse. Subió por ellas a paso ligero, bien agazapado bajo la chaqueta del equipo y vigilando dónde ponía el pie, pues poco a poco la brisa se enfurecía, agitaba las copas de los pinos del bosque, alteraba las olas y silbaba contra los cristales y alerones de las casas.

Alcanzó el cuarto piso con la piel erizada por un fugaz escalofrío y se acercó a la ventana de cortinas a medio recoger. En la lejanía del horizonte que se unía con el mar, podía verse un pequeño cúmulo de nubarrones grisáceos que se acercaban suavemente hacia el pueblo como si buscaran causar la misma expectación caótica que los Jinetes del Apocalipsis.

Entonces, de repente, Ángel se sintió morir.

Trastabilló hasta que rozó la barandilla con su espalda y se agarró fuertemente a ella, asustado, sin apartar los ojos de lo que había al otro lado del cristal que en aquel momento le devolvía su reflejo de mirada descompuesta. Por un segundo su respiración se cortó, lo que le provocó unos jadeos arrítmicos, bastante nerviosos, que le hacían más difícil tomar aire, y sintió como sus brazos y piernas perdían toda la fuerza de golpe; quedó paralizado contra el frío metal que lo apartaba de la caída.

El miedo actuaba rápido.

Estás soñando.

Se acercó de nuevo a la ventana y estiró la mano para apoyar las yemas sobre el cristal.

Estás soñando y ahora mismo vas a poder atravesar esto. Eso es lo que pasa en los sueños. Puedes hacer cualquier cosa, puedes atravesar la ventana.

No podía ser real lo que veía. No, no lo era. Debía de estar imaginándoselo. Sí, eso debía de ser.

No tardaría en abrir los ojos, alterado, en la oscuridad de su habitación y con los números verdes del despertador parpadeantes entre todo lo negro mientras marcaban las cuatro de la madrugada. Y se daría cuenta de que todo estaba bien, y volvería a dormirse, y a la mañana iría al instituto para vivir otro día normal en el que Roma estaría bien, como siempre lo estaba. Pero pasó algo con lo que no contaba: las yemas de sus dedos se quedaron apoyadas contra el helado cristal en lugar de pasar a través de él.

Al otro lado, entre los fantasmagóricos pliegues de las cortinas descoloridas por el sol del salón, el cuerpo ensombrecido de la joven reposaba de espaldas sobre un charco de sangre tan brillante, viva y roja que parecía un horrible espejismo sumido en colores crepusculares. Tenía los brazos caídos como pesos muertos a lo largo de sus costados, una de sus manos estaba suavemente apoyada sobre el estómago mientras su rostro miraba hacia el pasillo que conectaba con el resto de la casa.

Un Ángel para RomaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora