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13 de octubre del 2017, viernes.

Michael Greer, un gigante silencioso de pelo rubio al que ningún jugador del equipo rival se atrevía a cubrir (mucho menos a quitar la pelota), se acercó a Ángel y le tendió la mano para ponerlo en pie después de que uno de lo contrincantes lo mandara al suelo sin querer cuando chocó contra él al saltar para bloquear la canasta. El chico aceptó la ayuda y se sintió volar cuando su amigo lo levantó de un tirón demasiado fuerte.

—Joder, casi me mandas contra la pared— rió ante el sobresaltó del impulso.

Michael le respondió con una sonrisa amistosa antes de volver al partido. Era un chico de pocas palabras.

—¡Beckett!— le gritó la entrenadora al verlo despistado. Fuera del campo, Ángel acostumbraba a llamarla mamá.

El joven asintió en su dirección, de regreso al juego. Los Leones Marinos de Crosswell le sacaban una ventaja considerable a sus rivales del primer partido de la Liga, cosa que no les solía pasar muy a menudo, por lo que no quería echar por suelo su buena suerte al estar distraído.

Adelantó a un chaval de su equipo que no tardó en pasarle la bola, la atrapó con la punta de los dedos, esquivó a un rival y no sin ganas de lanzársela a la cara, le pasó la pelota de baloncesto a Tyler, que antes de tirar a canasta echó una rápida mirada a los jugadores de la pista hasta dedicarle una mueca de pocos amigos a Ángel. La bola rebotó un par de veces en el aro para luego caer por dentro, se deslizó por la red de una forma limpia que agitó los bordes deshilachados. Dos puntos para los Leones Marinos de Crosswell.

Ahora ganaban con una ventaja de veintiséis.

Al cabo de unos segundos, el árbitro dio final a la primera parte del partido, por lo que los adolescentes se acercaron, jadeantes, a sus respectivos banquillos mientras la mascota del equipo (un león de melena azul, ya que les parecía más agresivo que un verdadero león marino), junto a las animadoras, se apoderaba del campo. Michael Greer le dio un golpecito en el brazo a Ángel con la botella que le cedía para que la cogiera, pues se había quedado con la vista perdida en dirección a las puertas del gimnasio.

Esperaba ver a una persona en concreto pasar bajo ellas, pero Roma no había aparecido durante todo el partido. No, aunque se lo prometió.

—Tío, ¿cómo puedes ser el capitán del equipo si no eres capaz ni de darle a un elefante puesto a diez metros con una pelota de basket?— Fue el saludo de David cuando bajó junto al resto por las gradas para hablar con Ángel.

Éste le dio un trago al agua antes de responder:

—La puntería me la guardo para darte un puñetazo— El pelirrojo rió—. Por cierto, Mario, ya va siendo hora de que renueves los insultos. Todos los equipos se conocen tu lista ya.

El chico sonrió.

—No son insultos, es humor inteligente, Angy.

—Le has gritado a uno que parecía correr como un macaco con plataformas— recordó Nick—. Hasta Jack puede entender esa clase de humor.

—Es verdad— aceptó el aludido mientras se encogía de hombros.

Mario, pensativo, apoyó la punta de sus dedos contra la nariz, como si estuviera rezando. Después los señaló con las manos todavía juntas y dijo:

—Que os jodan.

Ángel rió antes de despedirse de ellos para volver al banquillo de su equipo. Dejó la botella junto al resto y se acercó a sus compañeros, que prestaban atención a las explicaciones de su madre inclinados hacia el frente para estar a su altura, más o menos. Decir que era una mujer aficionada al baloncesto o cualquier deporte que no interviniera con su trabajo era quedarse corto.

Un Ángel para RomaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora