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24 de diciembre de 2017, domingo.

Estaba apoyada en la barandilla del porche delantero de la casa de Ian Satterlee, fumaba uno de sus cigarros con el móvil en la mano derecha y parecía estar llorando o, al menos, debía haberlo hecho hacía poco, pues aún quedaban lágrimas en sus mejillas. No tenía la americana puesta ya que, al igual que todos los que llegaron con una chaqueta a la fiesta precedida por la del instituto, se la había quitado para evitar calores innecesarios. La camisa remangada hasta los codos dejaba al descubierto todas las heridas que tenía en la cara interior de sus muñecas, ahora quedaban a la vista de cualquier curioso que quisiera analizarlas.

Ángel la observó en silencio con las manos metidas en los bolsillos de su pantalón y la puerta principal todavía abierta detrás de él, Roma estaba tan ensimismada que ni siquiera se había enterado de que el ruido procedente del interior se había intensificado. Caminó hacia ella, todavía mudo, y se quedó a su lado sin saludar ni decir nada, simplemente observando la carretera vacía que conectaba las casas del vecindario y serpenteaba directa al centro del pueblo. No comentó nada al respecto, pero al acortar distancias pudo ver una llamada recién cortada en la pantalla de su móvil.

"Papá" era el nombre que aparecía. El corazón se le encogió al leerlo.

—Pensaba que estabas dentro— murmuró como si no hubiera reparado en el teléfono, la prisa con la que Roma lo había guardado al notar su presencia le dio a entender que no le apetecía hablar del tema—. ¿Ocurre algo?

Encogió los hombros mientras terminaba de secarse las lágrimas, sus ojos enrojecidos no se apartaron de la luz de las farolas.

—Nada— Sonrió—. Es sólo que no me gustan estos días.

—¿Estos días?

—Sí. Ya sabes. Ya es veinticuatro de diciembre— recordó—. No me gustan los veinticuatro de diciembre.

—¿Por qué?

—No lo sé.

Ahora que no tenía el móvil en la mano, tamborileaba con las yemas sobre la madera de la barandilla. No parecía seguir ningún ritmo en concreto.

—Supongo que todos tenemos un día que no nos gusta, ¿no?

—Supongo que sí...— corroboró él.

Tras unos interminables segundos de silencio, Ángel, sin poder contener mucho más su impulso, la tomó de la barbilla con un cuidado cariñoso para que lo mirara y usar el pulgar para secarle las últimas lágrimas que quedaban en su rostro, la chica sonrió con un deje doloroso ante el contacto de sus dedos. Que el joven no hubiera comentado nada acerca del tema no significaba que no notara su malestar.

—¿Y qué tal la fiesta?— preguntó Roma, ansiosa por desviar la conversación después de dar una calada—. ¿Se puede divertir una ahí dentro o una clase de Clayton entretiene más?

El joven sonrió mientras su pareja sacaba el paquete de tabaco para ofrecerle un cigarro al recordar que no lo hizo desde el primer momento, él aceptó la oferta, por lo que también decidió prender la punta antes de responder:

—Está bastante bien, sí— Pausa. Sin pretenderlo, ambos fumaron a la vez—. Aunque se notaba que faltabas.

—Bueno, aquí no hay piscina. No podré saltar desde el balcón, pero ya pensaré algo memorable para hacer esta noche.

Rió por su ocurrencia, soltó el humo poco antes de mirarla. Vista de esa forma, cautivada por las tonalidades nocturnas, sus ojeras parecían bastante negras y sus ojos, sumidos en las sombras rotas por los brillos acuosos de la lágrimas, apagados. Deslizó la mano libre por sus hombros hasta alcanzarle el brazo contrario, la apegó a su costado y depositó un beso cariñoso en el lateral de su cabeza, entre el pelo, luego le dio un manso empujón en la sien con la frente que bien podría asemejarse a la caricia que un león le dedicaría a la hembra.

Un Ángel para RomaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora