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—¿Por qué?— preguntó Ángel al ver aparecer la fachada principal del instituto frente a él.

Roma sonrió. Después de acercar a sus amigos a casa había decidido hacerle una visita al terreno de Crosswell en lugar de volver a la del chico que la acompañaba en el asiento del copiloto. Se detuvo en el aparcamiento sin borrar el gesto de inminente insensatez del rostro, abrió la guantera, hecha un amasijo de objetos inútiles a los que nunca se les encontraba buen momento para tirar a la basura, y guardó dos clips que encontró en ella en su bolsillo delantero.

—Vamos a entrar— Apagó el motor, pero dejó las llaves en el contacto.

—¿Que vamos a qué?— Se giró bruscamente hacia ella, tanto que notó un pinchazo en el cuello.

La joven salió del coche con las comisuras de sus labios ensanchados hasta que comenzó a destilar locura, la fría noche la engulló bajo su manto de viento frío y la luz que contrastaba sobre sus facciones. A los lejos se podían percibir las sinuosas siluetas de las farolas y los primeros árboles que daban paso al gran bosque que cubría las colinas y montes de la zona con una estética perturbadora capaz de recordar a una escalofriante película de terror.

—Vamos a entrar— repitió una vez sacó la llave y cerró la puerta de su lado.

Los focos de la camioneta se apagaron de golpe, la oscuridad ganó algo más de terreno.

—¿Te pasas toda la semana quejándote por venir al instituto y ahora vienes por voluntad propia?— preguntó mientras salía fuera para que Roma lograra escucharlo—. O sea, ¿por qué? ¿Qué pasa contigo?

Ella se dio media vuelta y comenzó a caminar de espaldas hacia la verja del recinto sin hacer desaparecer su sonrisa ladeada ni tampoco el hipnótico brillo de sus ojos que cada vez se volvía más potente. Las sombras bailaron en su semblante de manera cautivadora hasta que sus formas, cada vez más marcadas por la delgadez que parecía incrementar día a día, destacaron como las de una fiera salvaje.

—¿Qué te dije antes de salir de casa?— Mostró parte de sus dientes al sonreír—. Algo sobre que vivamos hasta que la muerte tenga envidia de nosotros, lo recuerdas, ¿verdad? ¡Claro que lo recuerdas, tienes buena memoria!— rió.

Ángel apoyó ambas manos en el borde de la puerta y se recostó levemente con la mirada fija en ella.

—Vamos a hacer cosas. Cosas estúpidas. Cosas de las que prefiero arrepentirme antes de preguntarme "¿Qué hubiera pasado si...?"— Gesticulaba con entusiasmo, al igual que una actriz frente a un público embelesado. En parte se notaba la suave influencia de la cerveza.

Dubitativo, cerró su lado del coche a sus espaldas.

—Será divertido— aseguró Roma con el mando entre los dedos para bloquear las puertas.

—Me das miedo— dramatizó.

Recibió un encogimiento de hombros bastante apático a modo de respuesta.

—Tú eres consciente de que esto es allanamiento, ¿no?

—Obvio, no soy imbécil.

—¡¿Y qué hay de divertido en allanar?!— Se llevó las manos a la cabeza y las retiró con potencia.

Ella soltó un suspiro desganado, girada hacia las vallas. Había un muro de hormigón que llegaba al metro de altura seguido por una verja metálica, con partes algo oxidadas, que le sumaba casi dos más a la pared que se erguía a modo de base. Entre todo, el obstáculo a superar sobrepasaba los tres metros.

—Si no quieres entrar— Se aferró a los primeros hierros y comenzó a trepar verja arriba—, yo no voy a obligarte.

Se detuvo al coronar el cercado con una pierna colgada a cada lado de la propiedad, tomando aliento; cruzó hacia la zona del recreo y saltó hasta él tras recuperar un mínimo de la compostura. Flexionó las rodillas al aterrizar como si de un gato se tratara, su cabello ondeó por un momento ante la brisa de la caída, y se incorporó para mirar a su amigo entre las finas barras que constituían el muro. Ni la escalada ni el salto habían hecho desaparecer la sonrisa ladeada.

Un Ángel para RomaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora