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—Roma— murmuró él en un hilo de voz—, piénsate bien lo que estás haciendo.

Los hombros de la chica se tensaron, haciendo que los músculos de sus brazos se marcaran y los nudillos sobresalieran, mientras apretaba la mandíbula. Arqueó la espalda como un gato negro que se cruzaba con algún desafortunado a media noche.

—¿Qué estoy haciendo?— siseó.

Ángel se lamió el labio inferior al sentir que la respiración se le entrecortaba y un frío de thriller de terror le erizaba la nuca.

—¡Qué estoy haciendo, ¿eh?!— gritó, aunque fue lo suficientemente inteligente como para no pasarse de tono. Sabía que el director Parson podría escucharlos.

—Lo mismo que tu padre te hace a ti— susurró.

Por segunda vez en el día, algo volvió a encajar dentro de ella. Un click. Durante un instante sus ojos perdieron la agresividad para ser sustituida por una confusión latente, una duda que corroía sus ideales ante la simple posibilidad de tener las mismas tendencias que Colin. Miró sus manos, tomó conciencia de la posición de sus brazos y espalda y juzgó en silencio su conducta. Durante un instante, Roma volvió a parecer un ser humano.

Pero, tal y como había supuesto, eso sólo fue durante un instante.

La chica se incorporó, cogió su mochila y la tiró sin remordimientos a uno de los asientos más alejados mientras Ángel soltaba el aire que el miedo le había obligado a contener. Fue una sensación horrorosa, una mezcla de déjà vu con una pesadilla de la que no se podía escapar hasta que el terror alcanzaba la cúspide. Al tenerla tan cerca, con una rabia eléctrica que atravesaba su piel y hacía enloquecer sus pupilas, sintió lo mismo que Colin le provocó cuando lo tuvo a centímetros: estaba ante las fauces del monstruo.

La miró de reojo. Se había sentado en la silla de la esquina contraria para poder dejar la mayor distancia posible entre ellos dos. El joven asintió para sí mismo, apartó la vista de ella y cruzó los brazos una vez aceptó que, o McMahon llegaba rápido, o su jersey acabaría lleno de sangre.

¿Sería capaz de pegarme?

Roma comenzó a jugar con la cuerda de una de sus pulseras para distraerse y no pensar en las ganas que tenía de morderse las uñas mientras cruzaba las piernas a la altura de los tobillos, ver que una de ellas no paraba de temblar la ponía aún más nerviosa. Ni siquiera se veía en la necesidad de hablar con el chico, se había criado con la férrea idea de que la ayuda no era algo que se podía aceptar a la ligera, era la última opción; cuando todos los intentos fallaran, entonces, sólo entonces, se abriría a la posibilidad de buscar ayuda.

Desde que nació hasta ese momento, seguía creyendo ciegamente en ello.

El silencio se mantuvo inquebrantable hasta que McMahon reapareció con la bolsa de hielo y el papel, había traído tanto que Ángel decidió usar una pequeña parte para envolver con él los pañuelos ensangrentados. Le dio las gracias al hombre y se llevó el hielo a la zona de la mejilla magullada después de limpiarse el pequeño reguero que había quedado en su mandíbula, el frío rebajó la sensación palpitante e incluso hizo que soltara un pequeño suspiro agradecido.

—¿Crees que puedes ir tirando con eso o traigo más?— le preguntó McMahon.

—No, así está bien. Gracias.

El profesor asintió y entró en el despacho del director para ponerle al día sobre los últimos acontecimientos. Sobrevino un silencio en el que ninguno de los dos adolescentes miró al otro, el tiempo transcurrió pesado y denso sin que ninguno de ellos diera el brazo a torcer. Eran orgullosos, y esa era la razón principal por la que se distanciaban.

Un Ángel para RomaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora