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10 de diciembre de 2017, domingo.

Otra vez regresaba al laberinto, otra vez perseguía a la mariposa azul que revoloteaba entre los pasadizos y, otra vez, sentía el desconcierto que aquella pesadilla recurrente era capaz de prender en su interior.

Esa noche podría decirse que había algo distinto en el espejismo, como si el ambiente estuviera impregnado en pólvora y al cielo lo cubrieran finos retazos de metal. Las nubes tormentosas se reflejaban sobre la superficie de los charcos que, inmóviles, reposaban en el suelo al igual que las sombras se intensifican en los rostros de las estatuas ruinosas que habitaban las bifurcaciones, sus figuras inertes eran un mar de contrastes capaces de recordar las estéticas sombrías de ciertas películas de terror. Todo parecía ser mucho más caótico esa vez.

Aun así, Ángel corría entre los callejones de aquel dédalo interminable, sumergido en un bucle donde no podía encontrar el descanso. Seguía, como tenía por costumbre, al insecto alado que, desde la distancia, parecía esforzarse por darle esquinazo. Jadeaba por culpa del esfuerzo que hacía, pero en ningún momento valoró la idea de detenerse, pues el desconcierto de perder a su brillante guía pesaba más en su conciencia que el cansancio en su cuerpo.

Tropezó con una piedra que sobresalía del maltrecho suelo cuando el eco de un disparo, proveniente de algún punto distante del laberinto, se hizo oír entre las paredes mientras la mariposa, calmada y elegante, giraba rápidamente por una encrucijada sumida en penumbra. Después de aterrizar sobre las manos y caer sobre uno de los hombros, lo cual desgarró la parte superior de la manga de su pijama, el chico trató de levantarse con toda la velocidad del mundo para seguirla y, en el instante en el que atravesó la misma esquina que el insecto, el ruido de un segundo disparo lo detuvo en seco.

Dio media vuelta para otear la parte del dédalo que había dejado atrás como si esperara ver surgir al pistolero de entre la espesa niebla, fría, serpenteante, que llenaba los pasadizos. El corazón le marchaba con unas fuerzas titánicas en el pecho y sus latidos daban la impresión de treparle garganta arriba. El gélido sudor, consecuencia inequívoca del pánico que lo agitaba, le cubrió la nuca en el instante que se concedió para vigilar el lugar y, de paso, recuperar el aliento.

Aspiró profundamente antes de girarse y así continuar por el que, esperaba, debía ser su camino, aunque no vio nada moviéndose al hacerlo. Palideció. El interior del laberinto había quedado vacío y la mariposa había, al fin, logrado escapar de su mirada, del joven desorientado que la seguía entre los altos muros por miedo a quedarse solo. Avanzó despacio mientras se autoabrazaba sin dejar de inspeccionar las esquinas, sus pasos temblorosos eran lentos, pues de tan solo pensar que acababa de perder a su preciado guía notaba el terror hervir dentro de él.

Contempló las enredaderas que trepaban a lo largo y ancho de las grietas de las paredes, analizó el aspecto del cielo tormentoso por si algún rayo de sol conseguía atravesar la muralla nebulosa para iluminar su tétrica realidad. Lo que más lo extrañó entre todo lo sucedido fue darse cuenta de que, al contrario de las otras veces, el fuego no había hecho acto de presencia después de que escapara la mariposa. Aunque escalofriante, podría decirse que la calma se mantenía, que no había nada que pudiera hacer de aquel lugar una montaña de cenizas.

Volvió a pararse al diferenciar el murmullo de unas pisadas a sus espaldas, marchaban poco a poco, como las suyas, pero en el caso de las que lo seguían, resultaban aterradoras. Dubitativo, echó un vistazo sobre el hombro. El camino que se expandía detrás de él parecía tan desértico como el que se deslizaba al frente, la única distinción era esa: la presencia lejana de unos pasos que se acercaban, se acercaban y se acercaban... pero en ningún momento alcanzó a ver al dueño de esa caminata entre la niebla que delimitaba su visión.

Un Ángel para RomaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora