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Nunca había visto aquella parte del laberinto.

Un cruce donde se encontraban cuatro caminos del dédalo, todos ellos con paredes de la misma altura, llenas de hiedra, suelo pedregoso sembrado por las grietas y una lejanía en la que era imposible apreciar el final o la unión con otro sendero, pues los pasillos eran tan largos que se perdían en una niebla pálida y opaca. No había estatuas en las esquinas de aquel lugar, la única presencia, obviando la cercanía tétrica de las nubes negras que, despacio, cerraban el círculo de luz blanca que brillaba sobre la intersección, era la de Ángel, sentado con las rodillas dobladas cerca de su pecho y la frente apoyada sobre ellas.

Le hubiera gustado saber si la dirección en la que señalaba su cuerpo era la que lo acercaba a la salida del laberinto, o si era la que quedaba a sus espaldas, o a su derecha, o a su izquierda. Apenas había diferencias entre las salidas, como mucho la disposición de la vegetación que colgaba de los altos muros o el dibujo de las grietas, nada más, demostraba que no eran el mismo reflejo, que realmente eran lugares distintos. Era imposible saber cuál era el frente, cuál el reverso, cuál la derecha, cuál la izquierda...

Pero daba igual. Aunque supiera cuál era cuál, nunca hubiera podido adivinar el camino completo que necesitaba tomar para salir de una vez por todas de ahí.

La mariposa ya no estaba, se había marchado, aunque no de la forma en la que acostumbraba en sus anteriores pesadillas. Su vuelo no pudo superar las paredes del dédalo, por eso, aquella vez, la encontró tirada sobre el asfalto y con unos movimientos mecánicos en las alas, como si gastara los últimos intentos para escapar en eso, en recuperar la altura, la gracilidad aérea que tanto la caracterizaba con deprimentes estertores. Al tomarla con cuidado entre sus manos, casi creando una pequeña cuna con ellas para no dañarla, sucedió lo que, creía, nunca podía ocurrir en caso de alcanzarla: sintió miedo.

Y ahora estaba ahí, sentado en mitad del cruce con las rodillas dobladas, la frente apoyada sobre ellas, las manos unidas cerca de su pecho con el diminuto insecto sobre las palmas y su vista fija en la mariposa azul, cuyas alas habían dejado de moverse. También lloraba. Era difícil darse cuenta de aquel último detalle, sobre todo porque la única evidencia eran las lágrimas que rodaban por sus mejillas y se deslizaban por su mandíbula hasta el cuello en completo silencio, alguna de ellas se desvió lo suficiente como para caer por el puente de su nariz y colgar de su punta. Estaba desolado. Tanto él como el laberinto. Vacíos.

Estaba convencido de que había perdido.

Levantó la vista cuando escuchó el resoplido de un trueno, las fraguas furiosas de la inminente tormenta, sobre su cabeza, incluso aprovechó el estruendo para dejar escapar un sollozo ansioso. Tuvo cuidado de no hacer daño ni agitar demasiado a la mariposa al alzar una de sus manos, aunque el pequeño ser seguía inerte, para secarse las mejillas y apartarse los mechones que cubrían sus ojos. Devastado. Roto. Solo. No sabía qué hacer ahora. ¿Había perdido a su guía? ¿Realmente lo había hecho? ¿Se había quedado sin ella?

—Esto no tenía que pasar...— Su voz sonaba inestable a medida que le hablaba a la mariposa—. Teníamos que escapar del laberinto, huir del caos... No morir en él... Teníamos que salvarnos.

Un segundo bramido llamó su atención pero, esta vez, la potencia del cielo fue tal que la luz del relámpago lo cegó al instante. No vio nada durante un momento, tan solo una pantalla nívea que poco a poco se ensombreció hasta alcanzar una oscuridad aterradora. Al abrir los ojos y levantar la cabeza de entre sus manos (en las que no recordaba haberla escondido), se dio cuenta de que ya no estaba en el laberinto. No, al menos, en el que él conocía.

Su mochila descansaba un par de peldaños por debajo de su posición en las escaleras, vestía con un jersey de tela fina, el típico que se podría usar durante los días sombríos de verano o los cálidos de otoño, tenía la espalda encorvada y la piel de sus mejillas fría por las lágrimas que la habían surcado. El pasillo del primer piso que entreveía desde donde estaba se encontraba desértico, ni un solo ruido se dejaba oír entre las paredes.

Un Ángel para RomaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora