«La niña perdida»

947 122 8
                                    

Alicia.

Nací en un pueblo pobre al sur del país. Desde pequeña me abandonaron y crecí en el orfanato del pueblo junto a más niños que también fueron despreciados por sus padres. Ahí, las religiosas nos alimentaban y nos educaban.

Intentaron cerrar el lugar varias veces, por órdenes de la iglesia o por mandato del alcalde, pero nunca pudieron, de alguna manera, siempre lograban llegar a algún acuerdo.

No era secreto para nadie que cada año los más grandes se los llevaban a trabajar como servidumbre para el alcalde en turno. No teníamos otra opción.

El orfanato era un lugar sin color, descuidado, con muchas carencias, pero era nuestro único lugar.

Hace seis meses cumplí doce años. Aunque no sé en qué día nací, las monjas tienen una idea vaga de nuestra edad. Ese día, junto a más niños, fui llamada para dejar el orfanato y comenzar a trabajar en uno de los ranchos del alcalde.

El lugar era monstruoso, más que una casa, era una mansión llena de lujos y excentricidades. Si no se conocía los caminos y pasadizos, uno se podía perder ahí dentro con facilidad.

Desde los primeros minutos en los que llegamos, a mí y a mis compañeros se nos fue asignadas una lista de tareas específicas. La mía consistió desde entonces en recoger y lavar la ropa sucia.

No era más feliz que en el orfanato, pero trataba de no pensar en ello y concentrarme en cumplir mis tareas.

No conocimos al alcalde hasta una semana después, cuando Sonia, su secretaria personal, nos llamó a todos a presentarnos a su oficina. Nos indicaron que no molestarlo era nuestra más alta prioridad.

El alcalde Javier era un hombre extremadamente delgado, de posición rígida y con una mirada helada y calculadora.

—Buenas tardes, señor. ¿Puedo pasar? —Sonia se asomó por la puerta después de haber tocado.

—Pasa —contestó el alcalde con voz grave.

Sonia nos empujó dentro. Nos hizo acomodarnos en una fila frente a su jefe.

La oficina, al igual que la casa, era un cuarto enorme. En el centro de la habitación, observándonos fijamente, detrás de su escritorio, estaba Javier, el señor de la casa.

Me temblaban las piernas.

—¿Son todos los huérfanos? —le preguntó a Sonia.

Asintió.

—No quiero ni una falla —nos hablaba a nosotros, pero su mirada se mantenía sobre los papeles esparcidos sobre su escritorio.

—Sí, señor —uno de los niños contestó.

Javier levantó su mirada lento hasta que llegó al niño que había hablado.

—¡Cállate! —golpeó la mesa—. ¿Quién te dijo que me podías hablar, huérfano? —reclamó con asco.

Sonia tomó al niño del brazo con brusquedad.

—Si me llego a enterar que no cumples bien tus deberes —el hombre lo señaló—, te vas a llevar la sorpresa más desagradable de tu vida —suspiró cansado—. ¡Ya! ¡Lárguense todos!

Salimos del cuarto titiritando de miedo.

Traté de ignorar el desprecio con el que nos hablaban, el asco con el que nos miraban y me concentré en sobrevivir, y para eso tuve que dedicarme arduamente a no cometer un solo error mientras cumplía mis tareas.

Aquella tarde lluviosa caminaba por los tenebrosos pasillos junto a Sonia, quien me estaba dando instrucciones para ayudarle a limpiar la madera de los muebles, cuando, de pronto, se escuchó algo quebrarse y el llanto de un niño de dentro de una de las habitaciones.

El viento que trajo AbrilWhere stories live. Discover now