«Dulce, dulce muerte»

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La ausencia de mi madre siempre fue mi punto débil. Cuando era niño, me partía el corazón ver a mis compañeros siendo felices con sus mamás. Deseaba experimentar eso.

No podía entender por qué decían que el amor de una madre era incondicional, si la mía me había abandonado.

Desde que mi papá había tenido su accidente, se había ausentado más de casa, lo que me hacía sentirme más solo. Sabía que lo hacía para mantenerme, pero yo solo quería cariño.

Era un niño callado, tímido e inseguro, incapaz de poderme relacionar con las personas de mi edad. En la escuela, era un fantasma, estaba ahí, pero para los demás no existía.

Desde aquellos años, la música fue mi única acompañante. Con mi walkman a todo volumen, recorría la escuela durante el receso.

Mi padre me advertía que los amigos no existían y yo le daba la razón. Hasta que una tarde, solitaria como siempre, conocí a Eduardo.

Escuchaba música a todo volumen, haciendo retumbar las ventanas de la casa. Bailaba e imaginaba que daba el concierto más épico de la historia cuando me tropecé con el cable del estéreo, causando que se apagara y la canción se interrumpiera. Me sobé el tobillo.

—¡No quites la canción! —gritó alguien desde afuera.

Avergonzado, me asomé por la ventana y descubrí a un niño viéndome por la ventana del edificio frente al mío.

—¿Conoces la canción? —le pregunté gritando.

—¿Qué si la conozco? ¡Es un clásico! —respondió—. ¿Por qué la quitaste?

—Me tropecé... —expliqué avergonzado.

Se comenzó a reír.

—Estoy jugando un videojuego de terror, ¿quieres venir?

Miré hacia dentro de mi habitación. No estaba mi padre en casa, tal vez si salía un rato y regresaba antes que él, no se daría cuenta. Le grité que aceptaba y dejé el departamento.

Obviamente, mi papá llegó primero y le tuve que explicar después de ser regañado en donde estuve. Aunque, al principio, estaba molesto, después de escuchar que había hecho un amigo se alegró por mí.

Ahora, en lugar de estar solo en casa, hice de la casa de Eduardo mi segundo hogar. Todos los días sin falta me presenté ahí para jugar, ver películas, platicar o escuchar música.

Hasta que Eduardo y su familia salieron de vacaciones, y volví a mis solitarias tardes. Sus padres me habían invitado, pero no me habían dado permiso.

Estaba aburrido. Decidido a practicar con la guitarra, decidí tomar prestado uno de los libros de mi padre, así que me escabullí en su habitación.

Mientras hojeaba una revista con partituras, encontré un bonche de cartas escondidas. No estaba el contenido de las cartas, solo eran los sobres. Todas eran escritas por Karen Sarís, mi madre. Sabía que era ella porque conocía su nombre. Noté que tenían escrita su dirección, sin pensarlo dos veces corrí a mi cuarto por una pluma y un papel y la copié.

Desistí de mi idea de tocar la guitarra y dejé todo como lo había encontrado.

Por días, atormentándome, se me aparecía esa dirección en mi sueños. Por mi mente rondaba la idea de irla a buscar y no podía borrar esa intención.

—Creo que sé dónde está mi mamá —le comenté a Eduardo cuando regresó.

—¿Y qué vas a hacer? —preguntó después de escuchar mi hallazgo.

—Aún no lo sé. Quiero verla.

Se acostó en el suelo y se quedó en silencio mientras pensaba.

—Supongo que tienes el derecho de buscarla y preguntarle por qué te abandonó —opinó sin tacto—. Aunque también puede ser muy peligroso. ¿Qué tal que lo que descubres al verla es demasiado terrible? ¿Lo soportarías?

El viento que trajo AbrilWhere stories live. Discover now