«El doloroso pasado»

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Samuel.

Nací y crecí en un pequeño pueblo agrícola en el norte del país, un lugar lleno de miseria y desesperanza. Al igual que en todos lados, los que nacían pobres, estaban destinados a morir de la misma manera. Fui concebido dentro de un nauseabundo matrimonio arreglado, en donde mi madre, al igual que todas las mujeres del lugar, fue vendida como ganado al mejor postor cuando solo era una niña, terminando así dentro de la casa de los Vidal.

Damián Vidal fue mi padre, un maldito borracho mujeriego que jamás sirvió para nada. A los tres años de yo nacer, desapareció de la faz de la tierra y nunca nadie lo volvió a ver. Ni mi madre ni yo lo extrañamos.

Mi madre, una joven sin experiencia, se quedó sola. Desesperada por encontrar una manera de sobrevivir, se casó un año después con Octavio, un hombre al que no amaba, pero que le había prometido que con él jamás volvería a la pobreza.

Dejamos el pueblo justo cuando la crisis económica estuvo peor y nos mudamos a la ciudad. A los cinco años me tuve que adaptar a una manera muy diferente de vivir, acostumbrarme al tráfico, al caos y a la inmensidad de mi nuevo hogar.

Una tarde, mientras caminaba por el centro tomado de la mano de mi madre, nos encontramos con un músico callejero. Esperábamos cruzar la avenida cuando quedamos frente a él. Cantaba con dolor y hacía llorar las viejas cuerdas de su guitarra. Aunque nadie le prestaba atención, yo me perdí en su voz y lloré con él. Verlo ahí, dejando el alma en la canción, me hizo enamorarme de la música.

—Quiero hacer eso mamá —le dije cuando reanudamos nuestra caminata.

Se detuvo y me miró molesta.

—¡Ni lo pienses! ¿Quieres terminar así, rogando en la calle por una moneda? ¡No lo permitiré!

Aunque intentó ayudarme con su crueldad, no sirvieron sus palabras porque desde ese momento había decidido que la música sería mi camino en la vida.

El tiempo pasó, crecí lo mejor que pude y jamás dejé de pensar en mis sueños.

Fue hasta que me encontraba en el bachillerato cuando tuve el valor para hablar con mi madre y Octavio sobre mis intenciones para estudiar música.

Les dije que iba a ser músico, que no iba a cumplir su sueño de ser médico, y como esperaba, tomaron mis deseos como una ofensa. Mi madre me dejó de hablar por la decepción y Octavio me echó en cara todo el dinero que había gastado en mis estudios y aprovechó para darme una paliza por llevarle la contraria.

Esa misma noche escapé de casa. Ante sus amenazas de dejarme de dar dinero si no seguía sus deseos, consideré que era la única opción. Decidí que no sería un cobarde y caminé sin rumbo durante toda la madrugada. ¡Iba a seguir mis sueños y nadie me lo impediría!

El amanecer acariciaba la ciudad cuando mi cuerpo no pudo aguantar más. Me dirigí al callejón más cercano, me dejé caer ahí y dormí profundamente abrazando mi guitarra.

Me desperté cuando sentí que alguien me picaba con algo en el estómago.

—¿Está muerto? —preguntó una voz infantil.

Abrí los ojos y los volví a cerrar al instante porque el sol me quemó las retinas. Tapé los rayos del sol con la mano y me levanté del suelo.

Estaba frente a dos niños sucios en el callejón. El niño se veía pequeño, como de dos años, tenía ojos cafés y un cabello negro lacio largo y muy descuidado. Detrás de él, se escondía una niña más grande, muy delgada y de cabello corto muy mal cortado. Al darse cuenta que estaba vivo, huyeron.

Me sacudí el polvo de la ropa, tomé mis cosas y decidí seguir caminando.

Anduve bajo los deslumbrantes rayos de la mañana buscando el lugar idóneo para tocar y conseguir dinero para sobrevivir el día. Después de caminar un buen rato encontré el lugar perfecto. Era una estación de trenes, además conectaba varias avenidas y una estación del metro. Bajo las letras gigantes de "Estación Buenavista", sobre la explanada, me acomodé para tocar.

El viento que trajo AbrilWhere stories live. Discover now