«Hasta que la muerte nos separe»

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—¿Estás bien? —preguntó Miguel mientras conducía.

Giró bruscamente y mi cuerpo se pegó a la puerta.

—No —respondí.

—¿Estás muy nervioso?

—No, estás manejando de la mierda. Me vas a hacer vomitar —me quejé, abrí la ventana y acerqué mi rostro al viento.

Gruñó.

—Si no voy así de rápido vas a llegar tarde —frenó de golpe.

Ya no sabía de dónde agarrarme.

—Pensé que estabas nervioso porque no la has visto desde hace días.

—Lo hicimos así por la tradición.

Tras un par de minutos de volantazos, insultos y bruscos frenados, Miguel estacionó el auto frente al jardín en donde se iba a dar la ceremonia y la fiesta.

Bajamos del auto.

—¡Espera! —Miguel me tomó del hombro y me detuvo cuando caminaba apurado hacia el interior del lugar.

—¿Qué pasa? —pregunté desesperado.

—Tienes desacomodado el moño, quédate quieto —lo acomodó—. ¡Listo! ¡Entra!

Con las piernas temblando, crucé un túnel lleno de flores y luces cálidas y entré, llamando la atención de todos los invitados. El lugar estaba repleto, todos estaban en sus respectivos asientos y los únicos que faltábamos éramos Abril y yo.

Al pasar por el camino de rosas hasta el altar, era felicitado por todos con quienes me cruzaba. Estaban mis compañeros de la universidad y del trabajo, además de los conocidos de Abril. No pude evitar sentir tristeza por Abril porque, aunque habíamos tratado de contactar con su familia, no habíamos tenido éxito.

Me coloqué frente al pastor, junto al altar y me giré.

Comenzó a ser tocada la marcha nupcial y todos se pusieron de pie. En el techo, las lámparas de los candelabros se encendieron. Y entonces la vi entrar a lo lejos y mi corazón se detuvo.

Caminaba lento hacia mí con su hermoso vestido blanco, cubriendo su rostro con un delgado velo. Detrás de ella, vestida para la ocasión, iba Alicia sosteniendo la cola de su vestido. Venía hacia el altar tomada del brazo de mi padre, quien no podía dejar de sonreír a punto de llorar.

Al llegar junto a mí, nos pusimos frente a frente, la música paró y todos se quedaron en silencio.

—Estamos hoy ante el destino y los testigos para unir a estas dos personas en matrimonio —anunció el pastor—. ¿Hay alguien que se oponga a esta unión?

Silencio.

—Puedes quitarle el velo —indicó.

Con mis manos temblorosas y sudorosas, quité el velo y desvelé su rostro. El brillo de sus ojos y la felicidad en su sonrisa hicieron derretirse mi alma.

—Abril Romero. ¿Estás lista para decir tus votos? —preguntó.

—Sí... —respondió en voz baja y tomó aire—. Sí —volvió a repetir, esta vez con firmeza.

Volteó a verme y se aclaró la garganta.

—No hay mañana en la que, al despertar a tu lado, no esté convencida de que eres la persona indicada para compartir mis días soleados y los lluviosos. Eres luz en la profunda oscuridad de mi vida. De aquí hasta que muera, estoy dispuesta a compartir mi soledad contigo.

Sonrió y una lagrima rodó por su rostro.

—Martín Vidal. Es tu turno de decir tus votos

Tomé sus manos.

—Abril, me siento afortunado de tenerte conmigo, no hay día en el que no agradezca haberte conocido. Quiero seguir siendo tu apoyo, compartir mi felicidad contigo y estar contigo cuando olvides lo bello que es vivir. Mi vida es tuya.

El pastor se aclaró la garganta.

—Martín Vidal. ¿Aceptas estar con Abril Romero en las buenas y en las malas, en la salud y en la enfermedad?

—Acepto—sonreí.

—Abril Romero. ¿Aceptas estar con Martín Vidal en las buenas y en las malas, en la salud y la enfermedad?

—Acepto.

Todo el lugar nos vitoreó.

—Ahora, los declaro marido y mujer. Puedes besar a la novia.

La besé con dulzura. El lugar se llenó de ruidosos aplausos.

La ceremonia dio paso a la celebración y las mesas se llenaron de comida, alcohol y conversación.

Cuando la noche estuvo avanzada, interrumpí la música para darle a Abril el regalo que le había preparado. Caminé a la pista con mi guitarra y un micrófono.

—Abril, esta canción es para ti —comencé a hablar—. Espero te guste. Te amo.

Quebré el silencio y comencé a tocar. Deslizando mis dedos por las cuerdas, dejé salir una melodía cremosa y lenta. Todos dejaron de existir, solo estaba mi voz, mi música y ella.

Más tarde, en la madrugada, Abril y yo dejamos la fiesta para partir para nuestra luna de miel. Antes de salir de viaje, pasaríamos la noche en casa.

Muy cansados, pero rebosantes de felicidad, llegamos a nuestro hogar en el auto.

—Espera, no entres. Quiero cargarte cuando entremos a la casa —pedí al bajar del auto.

La tomé entre mis brazos y la cargué desde afuera hasta nuestra cama.

—¿Te gustó la canción?

—Me encantó —se colgó de mi cuello y me besó—. Ahora es mi turno de darte mi regalo.

—Eso me agrada —la seguí besando y subí su vestido hasta la cadera.

—¡No es eso! —se separó y comenzó a reír con vergüenza—. Abre esa caja que está en el buró.

Me levanté y tomé con cuidado la caja de regalo. La abrí y al mirar su contenido me quedé sin palabras. Era una prueba de embarazo positiva. Comencé a llorar.

Abril me abrazó.

—Vamos a tener un bebé... —balbuceé entre lágrimas—. Alicia va a ser hermana —la abracé con fuerza.

—Sí, vamos a ser papás.

Aquella noche, llenos de felicidad, consumamos nuestra noche de bodas entre lágrimas de felicidad y suspiros. Escribí los deseos de mi alma en su piel y ella repartió su alma con sus labios.

La mujer que había conocido en lo alto de una azotea se había convertido en una parte esencial de mi vida, en mi compañera de aventura y en mi apoyo para los malos momentos.

El viento sopló con fuerza, trayendo lo inevitable desde muy lejos. Pronto sería imposible seguirlo ignorando.

El viento que trajo AbrilWhere stories live. Discover now