«Take on me»

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—Nadia, necesito que vayas a revisar al paciente que está esperando para la cirugía. Si está empeorando quiero que le avises a sus familiares que deben de venir de inmediato —le ordenó una doctora regordeta mientras mantenía su mirada en los expedientes de los pacientes a su cargo.

—Pidió que no llamáramos a nadie —respondió Nadia.

—Su esposa me pidió primero que le avisáramos sobre su estado, así que, no me importa, haz lo que te pedí.

La doctora Nadia asintió mansamente y se retiró del consultorio, alejándose del edificio central y adentrándose en los oscuros pasillos que conectaban ese edificio con el de hospitalizaciones. Subió por el ascensor exclusivo para médicos y buscó la última habitación en la cima del edificio.

Le molestaba que, aunque había pasado muchos años en la carrera y algunos otros después, los doctores con más rango jamás la habían dejado de tratar como basura. Si no hubiera aprendido a amar el sufrimiento de su profesión, probablemente estaría a un grito de darse un tiro y es que, aunque ella quería dedicarse a bailar ballet profesionalmente, su madre la había terminado obligando a seguir sus pasos en el área de la salud.

Al entrar a la habitación se encontró frente a frente con el paciente. Martín, un hombre de cabello largo despeinado, con barba descuidada, sostenía un puñado de hojas entre sus manos temblorosas, manteniendo su mirada fija en el contenido de las páginas. Su rostro estaba lleno de angustia. Nadia corrió hacia la camilla.

—Martín, ¿le pasa algo?

—No puedo... —dejó salir en un resoplido lleno de frustración—, por más que intento no puedo leer, distinguir alguna palabra de lo que está escrito ahí.

Nadia sacó una pequeña lámpara de su bolsillo de la bata, la encendió y comprobó con urgencia el estado de los ojos de Martín. Su sospecha era acertada, los problemas neurológicos se estaban agravando estrepitosamente.

—Tengo que llamar a tu esposa —dijo Nadia.

—¡Por favor, no! Todavía no... mi hija está a punto de hacer uno de sus exámenes y no quiero preocuparla antes de que empiece.

—¿Sabe cuánto dura el examen?

—Unas dos horas.

—La llamaré entonces. ¿Está de acuerdo?

—Sí, gracias —se recostó en la camilla—. ¿Puedo pedirle un favor?

—¿Qué necesita?

—Tengo lagunas en mis recuerdos y necesito llenarlas. En las hojas que tengo entre mis manos está escrita toda mi historia, ¿podría leérmelas? Sé que es demasiado para pedir, pero ya no puedo ver nada y me desespera no poder recordar.

—¿Cree que soy su nana para estarle leyendo cuando quiera? —cuestionó indignada.

—Por favor.

La doctora suspiró.

—Tiene suerte de que me agrade y tenga que esperar para hablarle a su esposa, además de que no me necesitan por el momento con otros pacientes —agarró las hojas, se sentó en el sillón para visitas y cruzó las piernas para estar más cómoda—. Lo haré.

—Gracias.

Con voz dulce y pausada comenzó a narrarle su vida al hombre frente a ella que comenzaba a olvidar quién era, mediante sus propias palabras, lo llevó a través de las diferentes etapas de su vida, recordándole sus alegrías y dolorosas tragedias y a su vez, conociendo más al paciente a su cargo. No paró de leer hasta que dijo la última palabra de la última hoja.

El viento que trajo AbrilDonde viven las historias. Descúbrelo ahora