«Nacido del pecado»

424 67 9
                                    

—¿Te estás escuchando? ¿Puedes entender el nivel de estupideces que estás diciendo? —mi padre golpeó con furia su escritorio.

—No me dejaste ninguna opción —dije y tomé fuerte la mano de Vera.

—¿Y qué vas a hacer? —preguntó burlón.

—Vera y yo conseguimos un trabajo.

—¿Y crees que con tu trabajo de universitario podrás tener una vida parecida a la que yo te di? ¡Por favor!

—No me importa eso. Saldremos adelante.

Resopló.

—No me lo puedo creer —caminó en círculos por la habitación—. De todas las mujeres existentes, ¿por qué ella?

—¡No entiendo qué tiene de malo! Yo la quiero, ella ha hecho de mí una persona mejor, ¿por qué el reclamo?

—¿Lo quieres, Vera?

—Lo hago.

Gruñó de impotencia.

—No puede ser posible eso. ¡Está mal!

—¡¿Por qué estás actuando así?!

—Vera es tu hermana —dejó caer sus palabras sobre nosotros.

La solté de la mano y sentí que el corazón se me iba a los pies.

—No es cierto... —dije, incrédulo.

Vera se quedó en silencio, manteniendo sus mirada en el suelo.

—Le prometí a su madre encargarme de ella, por eso la traje acá —confesó—. Esto que tienen ustedes está mal... es una perversión. Ahora que ya lo saben, tienen que alejarse aunque les duela.

Comencé a reír, aunque en mi sonido no había felicidad sino amargura.

—Muy tarde... —lo miré—. Vera está embarazada. Y yo no puedo imaginar una vida en la que ella no esté.

Por la expresión en su rostro, me pareció que su cerebro estaba sufriendo un corto circuito.

—¡¿Qué hiciste?! ¡Nada bueno va a salir de esto! ¡Eso es una aberración!

Tomé a Vera de la mano, estaba temblando.

—Ese niño no puede nacer —declaró.

—Tú no decides nada por nosotros. Nos vamos.

Tomado de la mano de Vera, la saqué de esa habitación. Mi padre, estupefacto por lo que acababa de escuchar, se dejó caer en su silla y no nos fue a buscar.

—Vera... —dejé de caminar y busqué su rostro—. ¿Estás bien?

Dijo que no con la cabeza.

—¿Todavía quieres escapar conmigo? —pregunté temeroso—. No te culparé si ya no quieres hacerlo y decides separarte de mí para siempre.

—Todavía quiero hacerlo... —soltó las palabras como un suspiro—. Es solo que... me estoy recuperando de la impresión.

La besé en la mejilla.

—Antes de irme, tengo que hacer algo. ¿Me esperas aquí?

—Sí, solo necesito recuperar el aliento.

La dejé en salón principal y subí las escaleras al segundo piso. Recorrí los oscuros pasillos, pasé por todas las habitaciones vacías y fui a la habitación de mi madre. Al entrar, me encontré con una enfermera cuidándola.

—Necesito un momento a solas con mi madre, ¿podrías dejarnos solos?

—No puedo dejarla sola, lo siento. Está delicada y necesita estar vigilada por el personal todo el tiempo. Si quieres hablar con ella hazlo, yo no diré nada de lo que escuché.

Indeciso, confundido por su presencia, me acerqué a mi madre.

La habitación se encontraba igual que aquella vez que entré. Todo estaba igual, menos ella, se le notaba en el rostro que la vida se le escurría de entre los dedos. Tomé una de sus huesudas manos con cariño.

—Mamá... —tomé una pausa para no llorar—, vengo a despedirme de ti, no sé si nos volveremos a ver otra vez. Sé que nunca fui un buen hijo, que no he hecho nada por lo que te puedas sentir orgullosa de mí. Quiero que sepas que te quiero, que lamento mucho haber tardado tanto en visitarte.

Su respiración era pesada, su pecho subía y bajaba lentamente.

—Me enamoré de una mujer, se llama Vera. Vamos a tener un hijo. Quiero que sepas que saldré de esta casa siendo un hombre y dejaré al niño que fui aquí, que cuidaré de la mujer que amo, que guiaré a mi hijo con sabiduría... y que nunca te olvidaré —le di un beso en la frente—. Adiós, mamá. Espero que me perdones por ser tan mal hijo.

Una lágrima cayó desde su párpado cerrado.

Me reuní con Vera y salimos de la casa sin que alguien nos detuviera. Dejamos aquella zona y nos adentramos a las afueras de la Ciudad de México, dispuestos a crear una vida en la que pudiéramos vivir una vida juntos.

Jamás podré olvidar cómo llegamos a aquella cabaña nuestra, bajamos juntos por las escaleras de piedra y nos adentramos por el césped hacia nuestro hogar.

—¡Es hermosa! —exclamé al admirar nuestra casa desde la distancia—. Aquí podremos hacer una vida juntos.

Le extendí mi mano y ella cruzó nuestros dedos, así caminamos hasta la cabaña.

Dentro, la cabaña ya estaba amueblada, pero todavía había que encargarse de acomodar algunas cosas, así que, de inmediato, pusimos manos a la obra.

Más noche, cuando habíamos terminado de arreglar, nos acostamos en nuestra cama. Ahí, mientras acariciaba su cabeza, la noté más silenciosa de lo normal.

—¿Qué tienes? —pregunté.

—Mañana voy a ir al hospital para que revisen al bebé.

—¿Y eso? ¿Te sientes mal? —dejé de acariciarle la cabeza y me senté.

—¿Qué no te das cuenta de las implicaciones que tiene de lo que nos enteramos hoy? ¡Nuestro hijo puede estar muy enfermo! Esto es muy grave...

—No hemos hecho nada malo, Vera.

—Sí lo hicimos, compartimos sangre, Nil. Esto no está bien.

—¿Crees que el bebé pueda tener algo malo?

—No lo sé... espero con todo mi corazón que no —acarició su vientre—, pero si lo está, tendremos que tomar una difícil decisión.

Después de muchos análisis médicos, nos enteramos que el bebé estaba bien de salud, pero también fue declarado el embarazo como "alto riesgo". Así que, durante los siguientes meses, Vera se quedó en casa descansando, haciendo lo menos posible para cuidar el bebé, y yo salí a trabajar. Al principio nos funcionaba nuestra dinámica, pero, mientras más se acercaba el parto, Vera necesitó atención médica más seguido. En cualquier momento, el bebé o ella podían morir.

Y llegó Noviembre, y con él, aquella terrible noche en la que la perdí para siempre.

El viento que trajo AbrilWhere stories live. Discover now