LA ETERNIDAD DE UN SOLO MOMENTO

1 0 0
                                    

Lleva el verdugo en sus manos las sogas que unirán las pieles, lo necesiten éstas o no. Lleva y palpa las ásperas herramientas que unirán en el tiempo dos puntos separados del espacio. Acaso su inquietud se obnubila porque sabe que su inexperiencia está supervisada, y necesita no sentir debilidades porque es imperioso demostrarse que es un hombre con deber de hombre. El amplio y estrecho pasillo lo relega a la esperada compañía. En las paredes la noche comienza a morirse por las luces. Próximos al último tramo, alguno de los tres (nunca se supo cual), utiliza la llave. El firme hierro establece la puerta y la puerta de firme hierro, al condenado. Demasiado sosegado dejó que sus manos sean atadas. Ni una súplica se escuchó en su boca. No dejó ningún eco la posibilidad de sus últimas palabras. El verdugo piensa que esa carne que está tocando en breve estaría deshecha. Ahora el dédalo de recintos y cámaras los dejan en el día, en cuyo comienzo se someten a su precisión, a su fulgor.

El camino es, en la sensación, dilatado; las precarias edificaciones van despidiendo de sus oscuridades a las gentes y se acumulan y se congregan en la distancia. Lo que sea que haya en los horizontes, siempre dará miedo. Entonces el verdugo nota las lágrimas, pero aún ni una súplica en el rostro del condenado. Va sintiendo cercanos y familiares los rasgos que mantiene ese rostro que no ha visto (o no se ha atrevido a ver) sino en la penumbra fría de la celda.

Nadie en la columna vio llegar la noche y con ella las estrellas. Al cabo de una eternidad desplazándose, el hombre llega a los mismos lugares. Todos pisaban la tierra en silencio. Allí el bronce comenzó a verse: la soberbia de los músculos, el movimiento, las astas. Ya no había lágrimas en el condenado; se habían secado con el rosado crepúsculo que los traía. No brotaban nuevas tal vez porque estaba siendo más final la muerte para él que al comienzo del día.

Llegando, la congregación que se abre; el verdugo procede a atarle los tobillos. Los maderos aún no sufrían del fuego. Los tres lo introducen bajo los ojos de todos; la cavidad aquella ya está llena de un ser humano. La última mirada, casi en la oscuridad, le había parecido demasiado real al verdugo. No tuvo rato para pensar, porque el fuego ya estaba asediando al bronce. Poco a poco comenzaba a bramar el toro. Y el aumento del suplicio se entrelazaba con el murmullo de los presentes, que a él comenzaban a observarlo. En los aires se veía ya lo que dejaba esa forma cambiante; aún se olían los miembros abrasados de Perilo. En los aires de lo que fue Cartago aún están las venas expresadas del fuego, la piel viva muriéndose.

Allí comienza a ser escrutado por las miradas y él los mira mientras ellos lo miran. No había un reproche en ese acto, sino una curiosidad. Decide abrirse paso entre los presentes, mientras piensa que el incienso no había funcionado porque el olor a vísceras se había apoderado de la atmósfera. Todos lo miraban y él huía con un ardor, el ardor irreconciliable del remordimiento. Huye lo suficiente para no ser encontrado, porque los miembros calcinados se le venían rindiendo a la voluntad. No se sabe dónde cae, pero lo sensato es suponer que cae en un páramo que nadie ha encontrado y que muere mientras se mira las manos que ya no tienen carne.


La anochecida nocheWhere stories live. Discover now