LOS SUEÑOS

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Con lasitud sus ojos no tardaron en desobedecer a la repleta vigilia. El acto le reveló el reposo y la memoria de las jornadas: la difusa y regular irrelevancia de algunos de los matorrales; el Báltico; el acero de sus aguas y la madera bifurcando el acero de sus aguas; las orillas del Ducado de Estonia. De este modo Erik IV de Dinamarca estuvo pronto anegado en sus manos a su lecho. La disposición de las imágenes, que habían comenzado a concatenar episodios disgregados en los navíos y en las noches de rigurosas sombras, determinó un evento demasiado humano y demasiado concreto. Se dirá que la escena fue soñada con precisión porque es lo cierto; fue soñada como si se tratara de una benevolencia, de una dádiva y esto es lo que se sintió bajo aquellos párpados.

Entre el populoso movimiento de los rostros, divisó uno al que la quietud otorgaba, hasta entonces, una desconocida individualidad. Sentado sobre un banco y dado al reposo fatigado de los ojos, lo vio rodeado de una concurrencia agobiante. A su alrededor, ninguna erigida arquitectura atesoraba dimensiones semejantes a las documentadas por los pueblos; ningún conocido atuendo se condecía con los que cubrían a los hombres de ese tropel.

Erik IV de Dinamarca (o el sueño suyo) había urdido, en aquella secreta actividad, a la inconcebible e inexistente Manhattan, pero su comprensión nunca logró que el fenómeno fuese inteligible. Había sido testigo de otro tiempo, sin ánimo de metáforas: lo que por la lógica periodicidad aún no había sido forjado. Lo que ignoró fue que lo divisado respondía a algo real, como particularmente aquel sosegado hombre, cuyo nombre, de forma alguna, supo y no entendió: Timothy Payne.

Con el horror propio que conceden las pesadillas, el rey volvió al hábito de la oscuridad. La trémula mano rozó la frente pero no acertó a recordar dónde se encontraba. Nada más de las precedentes y exactas vicisitudes se sabe, haciendo salvedad de lo que, en general, la historia narra; lo retuvieron las labores administrativas de su responsabilidad y a la visión la deshizo el olvido: su continuo ejercicio bélico; la dudosa condescendencia tratada con su hermano en Schleswig; el esperado filo de la espada y unos pescadores regresando su cuerpo para que finalmente pertenezca a Ringsted. Todos estos sucesos propiciaron el desmembramiento de, siquiera, un posible recuerdo de lo soñado.

Los siglos transcurrieron como si deliberadamente procuraran que un día de otoño de 1895 naciese, en Queens, una persona bajo el nombre de Timothy Payne.

La prematura influencia de su abuelo paterno lo animó en las lecturas de Menger y Böhm-Bawerk; posteriormente, tras arduos y constantes años, se doctoraría en la Columbia University. Sus estudios y su respectiva profesión lo habían arraigado ya hace tiempo a Manhattan.

Hubo un día en que se rindió a la inocencia del sueño. Aunque soñaría algo que no corría el albur de diferir de otros sueños menos ingeniosos, éste tuvo una excesiva particularidad que supo no advertir.

Del velado sol en que se entretejían las ramas de los árboles, divisó, como si en su carne fuera el espectador de la atrocidad, hombres desnudos descuartizando y devorando a otro hombre con una brutalidad propia de seres que carecían de todo sentido para con el escrúpulo de la civilización. Uno de aquellos (distinguió) se acopió las manos con vísceras y se alejó bruscamente de los demás. Momentos después, concluida su ración, se vio rendido por el sopor y durmió. Eso fue todo.

Al doctor, el sueño, ciertamente, consiguió abrumarle el escaso reposo. Al abrir los ojos, el ajetreo de la realidad lo consoló: la costumbre de la plaza, su elegido banco, un edificio cuya arquitectura contemplaba de tanto en tanto. Todo refería a su recuerdo de las cosas dispuestas. Lo que no llegó a advertir fue que no había sido testigo de una pesadilla, de un artificio del plano cerebral, sino de un acontecimiento real, auténtico.

Ya la sangre se estaba secando por el tramo recorrido, por el viento, por el sol; a las rojas manos ya no se les reservaba nada de la carne obtenida. La criatura llegó a un lugar conocido por su discernimiento, pero denominado bajo ningún nombre hasta entonces. Buscó el refugio de la piedra y de la penumbra cuando estuvo agotado. Quién sabe los episodios que podían tramar las actividades oníricas de los hombres de Atapuerca, pero lo cierto es que su tosca y rudimentaria conducta no podía concebir sueños de la naturaleza y características que se narrarán:

La anochecida nocheWhere stories live. Discover now