23. De vuelta a Chicago

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De vuelta a Chicago - 1

El viaje en tren había sido fatal. Sentía que el tiempo iba demasiado lento al igual que el recorrido por las vías subterráneas. Todo el tiempo me la pasé pensando en cómo iba a llegar, quién me iba a buscar y cómo iba a resolver la complicación de cólicos que se me acababa de presentar.

Casi cinco horas después, llegué a mi destino. Por fin estaba en Chicago, pero no sé cómo me sentía al respecto. Estaba... ¿feliz por haber llegado? ¿triste por las circunstancias por las que tuve que venir? ¿nostálgica por regresar a mi ciudad natal? Tal vez era una combinación de todas, pero había algo que no me dejaba tranquila.

Me veía sola, vacía e intranquila. Como si de alguna manera una parte de mí se hubiera quedado en Nueva Orleans. El problema era que no podía pararme a pensar en eso. Pues tengo muy claro el propósito de esta visita. Y tal vez haya mentido un poco acerca del tiempo que me voy a quedar, pero fue lo mejor que hice para no preocupar a mis amigos de allá.

Por ahora, quiero concentrarme en los de aquí.

Seguido de haber tomado un taxi sin saber exactamente a donde quería ir, le ordené que me llevara directamente a casa de Cecilia. No tenía tiempo para desempacar ni avisar a nadie más de mi regreso.

Porque él necesitaba de mi ayuda.

Ahora que me encuentro frente a la conocida casa pintada de verde, los nervios comienzan a florecer. Las emociones salen a la luz. Los recuerdos invaden todo mi cuerpo. He estado tantas veces aquí, que los pasos que doy son casi automáticos, esquivando los conocidos objetos del jardín.

Toco la puerta.

Y espero.

Cuando veo que nadie sale y el cielo está adoptando tonos grises, la tristeza que emanan las nubes se me contagia. Ya no estoy animada como se suponía que debía estarlo.

Doy media vuelta y comienzo a caminar, sin embargo, me detengo cuando escucho la puerta abrirse. Giro mi cuerpo con la esperanza de que sea mi amigo quien abre, en cambio, y como era de esperarse, la que lo hace es Cecilia, su abuela.

Siendo una niña pequeña nuevamente, corro hasta ella y la abrazo con fuerza. Ella me recibe entre el shock y la emoción. Al darse cuenta de que realmente estoy aquí, su abrazo se vuelve más eufórico.

—Mi niña... —me saluda como siempre. El corazón se me cae al suelo con lo apagada que suena su voz.

—Mamá... —devuelvo el saludo.

Cecilia siempre ha sido la abuela postiza que hemos tenido. Savannah, Maritza, Carlota, Aiden y yo la llamamos así desde que teníamos once años, que fue en ese entonces cuando conocíamos a Patrick.

Su pálido color de piel y ojos miel nos llenan de amor cada vez que la vemos. La manera dulce en la que todas las veces nos recibe y como nos consiente, aunque ya estemos grandecitos. Para ella, somos y seremos sus niñitos.

Igual que como lo éramos para Steve.

—¿Cómo sigues? —pregunto, refiriéndome a absolutamente todo.

Ella suspira.

—Respirando, ya sabes —sonríe, pero es un poco forzado —. Lidiando con mi nieto y sus nulas ganas de salir a la calle. Es lo más terco que he visto en mis sesenta y ocho años.

Me hace sonreír. Un gran logro, considerando mi estado actual.

—Confirmo —la vuelvo a abrazar —. Vine para darle un poquito de amor.

Ella eleva las comisuras de sus labios, agradecida. Sabe que, de todas nosotras soy la más cercana a mi amigo y que tal vez pueda sacarlo de esa cueva en la que está metido.

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