Ares

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— ¡Con un demonio, Ares! —Ruedo los ojos tan pronto Marco lanza el grito por la casa — ¡Explícate!

Había estado en un viaje cortísimo a Washington que le impidió estar en el juego de ante ayer, y también estar en la casa ayer. Por ende, no sabía nada de los golpes en mi cara y mi labio partido; ahora que volvió lo primero que pidió fue verme llevándose la impresión de que estoy golpeado.

Me gustaba quedarme viendo a mi padre. Observar las diferencias entre ambos, sucumbir en que mi padre tiene los ojos azules y yo ambarinos. Que su mandíbula al igual que la mía es cuadrada y su nariz es más perfilada que la mía.

Sin embargo, igual que la quijada, tiene esa misma expresión furiosa que yo. Según cuenta mi madre, cuando conoció a Marco en esa época que estudiaba en una universidad de Londres observó muchas asperezas de él y tíos que fastidiaban a mi madre por ser española y nueva.

A veces me refuto que Marco y yo pese a las diferencias físicas somos drásticamente similares.

— ¡¿Me dirás o qué?! ¡Habla, Ares!

Lanzo a la mesa el libro que estaba leyendo antes de que mi padre se me acercara.

— ¿Quién te hizo esto?

Encojo los hombros.

—Fue una gilipollez. —Excuso, seco. Marco toma asiento frente a mí, la inescrutable mirada azul que me dedica es así, inteligible.

— ¿Por qué te metiste en una pelea? Pensé que habíamos hablado de eso, ya te dejé en claro que no estoy criando un animal, sino un muchacho, pero aún así te metes en problemas.

—El último problema que te di fue hace tiempo.

—Volvió —refuta —. Ya hablamos de eso Ares. Aún hay muchos reformatorios en el mundo, ¿quieres volver a otro?

Lo miro.

—Ya tengo dieciocho años, aquí soy mayor de edad, no puedes meterme en otro reformatorio.

—Mientras vivas bajo mi techo sigues acatando mis normas, Ares —su tono desciende hasta volverse duro, de riña.

Me guardo las palabras volviendo la mirada al libro cerrado sobre la mesa. Marco pone una mano sobre el libro llevándose mi atención.

—Me preocupas.

—No quiero seguir hablando de esto —digo, cansado —. Déjame irme.

—Aún no terminamos de hablar, Ares —espeta, levantándose de la silla. Me pasa el libro con una mueca —. En unas horas recogeré a tu madre en el aeropuerto, por favor no te pierdas.

Asiento como única respuesta.

Marco gira sobre sus talones alejándose de mí. La manera con la que camina dice tan claramente lo agotado que está, pero, no me importa. Ahora mismo deseo ver a una americana que no hace más que darme dulces dolores de cabeza.

Salgo de la casa en cuanto tengo las llaves del coche en la mano; sin embargo, apenas cierro la puerta de la casa detrás de mí encuentro a Robin. Mi primera reacción es impresión, luego confusión. Ninguna de ellas me niega el acercarme a Robin.

—Acabo de venir de la casa de Ava —arqueo una ceja —. No le hice nada malo a tu novia.

—No es mi novia.

Chasquea los dientes.

—Parecen... En fin, vine a que me lleves a comer.

Entorno los ojos, añadiendo —: ¿Me ves acaso como tu chófer? Voy de salida y no precisamente a comer.

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