21. Una cena nunca ha matado a nadie

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Mis papilas gustativas se vuelven en mi contra, cuando el ajo y la salsa marinada se mezclan en el aire, mientras Gabriel y yo pisamos el comedor. Dios santo, ¡huele a gloria! Mi cara lo dice todo. Tengo que contenerme, es de mala educación ir a la cocina y servirme yo misma. Aquí no es como en casa.

Una mujer de piel acabada se encuentra de pie frente a la mesa, poniendo cubiertos, platos, vasos y servilletas de tela. Vuelve a la cocina. Puedo oler la pasta, tomates frescos y rebanados, cebolla, romero y carne arrachera cocinándose en la estufa.

—Es nuestra cocinera y ama de llaves. Su nombre es Nadia —dice Regina—. Mi marido llegará pronto con nuestros hijos. Deberías quedarte a cenar. Claro... si te apetece.

—Ya la invité yo, mamá.

Las dos ignoramos a Gabriel.

—Me encantaría, señora Bonnet —respondo.

—Ah, por favor, querida. Puedes llamarme Regina, no hay problema.

—Claro... Regina. —Me da un poco de pena llamarla así.

Me sonríe y camina hacia la cocina. Gabriel desaparece. Me quedo de pie junto al comedor, sólo porque no sé que otra cosa hacer. ¿Debería tomar asiento? No lo sé.

Suelto mi pelo, y pongo la liga rosa en mi muñeca izquierda. Juego con las suelas de mis botas maltrechas hasta que escucho a Gabriel, Daniel, Daniela, Lucía y... la voz de un hombre mayor, quien me imagino, es su padre.

Daniel tiene en su mano un estuche de violín, Daniela un portafolio negro y está vestida de manera profesional, Lucía tiene su pelo en un chongo alto y flojo, viste un top blanco y leggins negros. Mis ojos se desvían a su abdomen. ¡Dios santo, está increíblemente trabajado! No puedo evitar compararlo con el mío, el cual no está plano o ejercitado, es un michelin con aspecto de Shrek. Su cintura es diminuta y de avispa. Y la mía es... Bueno, creo que ni tengo para empezar.

Daniel es el primero que me ve y saluda con una sonrisa amistosa.

—¡Hola, Meli! —Acorta el espacio que nos separa.

Su hermana gemela y Lucía, tomadas de la mano, también se acercan.

La morena es sonriente. La rubia es amargada.

—¿Qué haces aquí? —me pregunta con desdén, Daniela.

—¡Hola, Meli! —me saluda Lucía, abraza con rapidez y besa en la mejilla.

«¿Okey...?»

—Ay, perdón, si huelo a alcantarilla —se disculpa—. Es yoga caliente lo que practico.

—No pasa nada.

—Voy a subir a darme un baño —le dice a su amiga—. Permiso.

Se va.

—¿Qué haces aquí, Hermelinda? —vuelve a preguntarme Daniela, utilizando ese mismo tono desdeñoso.

Me la quedo viendo.

—Hola, Daniela —le respondo, afable en el trato—. Buenas tardes, ¿cómo estuvo tu día? ¿Te divertiste?

Me sonríe como si hubiera tragado un nudo corrosivo de ego maltratado.

—¿Si conociste a Lucía, la novia de mi hermano Gabriel? De hecho, va a bañarse en su cuarto.

—Gabriel no me dijo que tuviera novia. —La chingo. No me interesa Gabriel.

—Pues sí la tiene, y van muy en serio.

—¿Ah, sí? —la reto.

—Sí.

—Me da gusto.

Un señor, que sólo he visto de lejos, se aproxima hacia mí con una cálida sonrisa en su rostro.

—Hola, señorita. Mucho gusto. —Me ofrece su mano.

—Buenas tardes, señor Bonnet. —La estrecho con gusto.

—Por favor, llámeme Carlos. —También habla con amabilidad y finura.

—Papá, ella es Meli. Mi compañera de estudio —me presenta Gabriel.

—Viene implícito —dicen los gemelos al unísono.

Ambos se golpean tres veces en el brazo diciendo tocado "D", riendo de su propia broma. Debe ser cosa de gemelos. Daniela sonríe con todo y dientes de caballo, y Daniel muestra la misma expresión cálida que ya he visto antes en su padre. Ésa es la sonrisa más sincera que he visto en Daniela.

Regina se une a la fiesta. Carlos la mira como si fuera la mujer más guapa del mundo. Daniela le lanza cientos de halagos por su vestido y peinado. Gabriel susurra en el oído de Daniel mientras mira a alguien detrás de mí. Mi cuello gira, y mis ojos se posan en Nick.

«Nick...»

Ha pasado tiempo. Dos días. No creí que me sentiría reconstruida sólo con mirarlo. El rubor se materializa en mi rostro. Una sonrisa que no puedo evitar lo saluda. Está perfecto con esos pantalones de mezclilla y suéter holgado que combina con su mirada de cielo despejado. Se mantiene de pie y apoyado en los firmes pilares de la entrada, de brazos cruzados y cejas fruncidas. Sus ojos grises lucen incómodos, por eso mira el suelo y juega con las suelas de sus tenis. Sus ojos se posan en los míos. Le sonrío un poco, sólo un poquito. Y él también a mí me dedica una tímida sonrisa. Le saco la lengua a lo Gloria Trevi, y él me enseña ese colmillo en su incisivo izquierdo que tanto me encanta. Hoy parece estar de buen humor, o, de un humor que juega a mi favor.

—¿Te quedaras a comer, señorita? —me pregunta Carlos, interrumpiendo el contacto establecido con Nick.

—¿Cómo?... Am... Creo que sí.

—Creo que debería irse a casa —opina Daniela, ponzoñosa.

Che, vieja. A ella qué le da si me voy o me quedo.

—Creo que debería quedarse. —Daniel sale en mi rescate—. Digo... porque tenemos mucha comida, y se ve que ella no ha probado bocado en todo el día. —Se apresura a decir, cuando nota lo molesta que está su hermana.

—Papá... —Busca auxilio en Carlos.

—Bueno, una cena nunca ha matado a nadie. Sirve para que Meli nos cuente más sobre su vida, ¿no creen?

—Me parece una idea maravillosa, cielo —le da la razón a su marido, sin darle chance a su hija para oponerse.

Regina da media vuelta y se da cuenta de la presencia del gringo observador en segundo plano.

—¡Nick! —A su madre se le ilumina el rostro—. ¡Qué bueno que bajaste! ¿Comerás con nosotros, hijo?

Nick me mira como si buscara una aprobación, o, ¿mi permiso para quedarse a comer? No quiero que se vaya, pero tampoco quiero que se quede si va a sentirse incómodo. Asiento en respuesta, antes de darme cuenta de lo que estoy haciendo.

—Claro, mamá.

—¡Qué bueno! Le pediré a Nadia que ponga otro plato —dice, y sale corriendo al comedor, animada y contentísima.

Carlos luce feliz y confundido. Daniela está enfadada y amargada. Gabriel y Daniel se miran. Y Nick... mantiene sus hermosos ojos grises y azules en mí cuando paso por su lado.

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