Interludios: El Presidente, la Princesa y el Jaguar

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Civitas Magna

Sindicato de los Einhenjers

En el silencioso pasillo cerca de los aposentos de William Germain, allí donde las paredes estaban condecoradas con los recuadros de los Einhenjers caídos en la Segunda Tribulación, Maximiliano Robespierre observaba con ojos detallados las ensalzadas pinturas de los arcángeles San Gabriel y San Rafael.

El pasadizo donde estaba parado era solitario la mayoría de las ocasiones, donde sólo había presencia de guardias haciendo vigilancia en las estancias confidenciales de los oficiales de más alto rango del Sindicato. En esta ocasión no había guardias. Era solo Robespierre, su mirada entrecerrada y enigmática fija en los atuendos blancos y las alas níveas de ambos arcángeles. Su artimaña cabeza a veces concebía los paralelismos y las ideas más abstractas, pero siempre bajoneadas por la naturaleza mundana de su ser.

Y este momento no era la excepción. Con una carpeta llena de documentos en su mano, el rostro ensombrecido, Robespierre pensaba en el poder que ambas personalidades habían llevado. Poderes mágicos, poderes del populacho tanto inglés como francés... Pero incluso si un tsunami estuviera de camino a inundar la ciudad, se necesitaba más que carisma, espadas mágicas y buena labia para administrar.

Se oyeron pasos venir de detrás suyo. Robespierre entornó ligeramente la cabeza y vio de reojo al allegado. Adam Smith, con sus manos dentro de su bolsillo, se posó a su lado y miró los recuadros de Gabriel y Rafael.

—¿Te has imaginado a ti mismo repintado allí? —le cuestionó Smith— Apuesto a que sí. ¿El marco te queda bien? ¿Te sienta ver a todo el pueblo de la Civitas Magna honrándote y adorando tus ídolos, justo como el pueblo Francia?

—Sería difícil que ellos me honren sin cabezas —contestó Robespierre, la voz gélida al igual que su mirada.

Smith frunció el ceño ante su comentario. Siguió apreciando los recuadros de los dos difuntos Einhenjers.

—Un hombre de ambiciones tan potentes que acaba por convertirse en una plasta peor que su antecesor —argumentó el economista—. Supongo que ya conoces la frase del poder absoluto que corrompe absolutamente, ¿no? Eso es lo que te llevó a la muerte, al fin y al cabo.

Robespierre frunció el ceño y le dedicó su semblante molesto al sonriente Smith.

—¿Y qué hay de ti? —inquirió— ¿Te imaginas a ti mismo repintado en un cuadro de este pasillo de peleadores como un guerrero caído?

El economista americano se quedó apreciando, pensativo, las pinturas por un par de segundos.

—Debo ser uno de los pocos Einhenjers en este Sindicato que no quiere ser un Legendarium. Las batallas o las estrategias de guerra nunca han sido lo mío.

—Eres más bien uno de los pocos Einhenjers que ni siquiera se merece su título como tal —se burló Robespierre, dibujando una sonrisa maliciosa.

—Puff, puedes decir cosas mejores, Robespierre —masculló Smith, reavivando la marcha que tenía anteriormente.

Robespierre, aún con la sonrisa socarrona, comenzó a seguir a Smith por el larguísimo pasillo. Cada que pasaban el recuadro de un Einhenjer, los dos se sentían observados por los fantasmas de estos caídos encarcelados en aquellos cuadros.

—Seme honesto, Smith —profirió Robespierre, caminando a su lado—, cuando le dijiste a Su Majestad que licenciarías los Torneos Pandemónicos y que ganarías lucro en su nombre, ¿no lo decías por ti mismo? ¿No es acaso el masacrar demonios uno de tus hobbies favoritos, también?

Record of Ragnarok: Blood of ValhallaWhere stories live. Discover now