Día uno: Mudanza

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Lali camina descalza de una punta a la otra de su cuarto vestida de entre casa con babuchas grises y una musculosa fucsia. Hay varias cajas de cartón sobre su cama de dos plazas y el conjunto de sábanas nuevas que se compró –ya no son verde agua pero el amarillo patito le pareció que combinaba con la mayoría de los colores del cuarto–. Saca ropa del interior del placard y la va doblando en el aire así no más hasta llegar a una caja y guardarla. Los zapatos y zapatillas van a otra caja, y los libros y álbumes de fotos en otra. Se pone en puntitas de pie –porque su metro y medio no la deja convivir con casi nada en éste mundo tan alto– para agarrar los adornos que están en la repisa. También vasos, platos y cubiertos que saca de la cocina y escribir un frágil con marcador negro y letra cursiva. Tararea alguna canción que escuchó hoy a la mañana en la radio mientras termina de cerrar todas las cajas con cinta adhesiva. Está esperando a que su mamá la atienda del otro lado de la línea cuando suena el timbre interno del departamento. Le dice hola a su madre al mismo tiempo que saluda a Eugenia con un beso en el cachete.

–No, mami, no te preocupes que va a estar todo bien –dice sosteniendo el teléfono inalámbrico entre el hombro y el cuello. Señala un revistero de madera y Eugenia se lo pasa– es una apuesta, lo conozco, no va a pasar nada que ninguno no quiera. Más que nada era para avisarte que no me llames a éste número en los próximos treinta días porque no me vas a encontrar, así que llamame al celular –hace una pausa. Aparta la vista de la caja y achina un poco los ojos porque su mamá está haciendo muchas conjeturas– ¡No es un psicópata sexual, mamá! Es mi supervisor, va a estar todo bien. Te dejo que ya vino Eugenia –hace otra pausa pero mucho más corta. Termina de embalar la última caja– sí, mami, tranquila. Yo también, nos vemos –corta y tira el teléfono sobre algún almohadón del sillón.

–¿Quién te dijo que ir a vivir con tu supervisor significa que va a estar todo bien? –Eugenia, su pelo rubio y lacio, y su vincha colorada están sentadas en una banqueta de madera jugando con un adorno que Lali compró en un viaje a Santiago del Estero.

–Vos tampoco empieces con las mismas hipótesis.

–Digamos que tampoco es muy normal que una empleada se vaya a vivir con su jefe porque pierde una apuesta. ¿Lo consultaste con algún especialista? –y achina sus ojos verdes para analizarla, pero Lali sólo suelta una risa efímera.

–Va a estar todo bien, Euge.

–Yo no digo que vaya a estar todo mal, no va a pasar nada raro, es un buen pibe... hasta creo que le tengo más compasión a él que a vos –y Lali le insinúa un qué hambre– lo que no entiendo es la importancia que le están dando a un simple juego.

–Es Agustín, Euge. Romper una regla del juego para él es atroz. Aparte si yo hubiese ganado también querría verlo cumplir la suya.

–Igual sigue siendo más divertido que vayas a vivir con tu jefe –y ambas asienten.

–No guardé todas las cosas de la cocina. ¿Tomamos unos mates? –ella va a buscar el equipo matero.

–Dale –Eugenia espera sentada mientras corre las cajas a un costado– ¿Pero él también estuvo de acuerdo desde un principio?

–¿Quién? ¿Peter? –pregunta al regresar con el termo floreado que una vez compró en una feria y el mate que le trajo su papá de Jujuy– digamos que no fue la mejor decisión que le hicieron tomar en su vida.

Lali está explicándole a Rocío cómo se manejan los programas de la Editorial en la computadora cuando Agustín llega con anteojos de sol, el pecho inflado, y saludando a todos como si se creyese la persona más importante de la galaxia. Gastón lo mira por encima de sus anteojos de ver de cerca y Lali y Rocío lo observan de reojo por encima de la computadora.

TREINTA DÍASWhere stories live. Discover now