Día veintiuno: Desahogo

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–¡Tené cuidado que hay recipientes de porcelana y se pueden romper! –la voz de Sabrina se escucha desde el otro lado de la puerta y cuando la abre, se sorprende un montón al reencontrarse con Peter del otro lado– hola...

–Hola –y él sonríe para un costado, preguntándose todo el tiempo si esa visita sin previo aviso es correcta– ¿Estás ocupada?

–Un poco... las mudanzas nunca fueron mi fuerte –todo el pelo de Sabrina está arrodetado en un rodete totalmente desprolijo y la vincha de tela roja le resalta mucho más la piel– ¿Querés pasar a tomar algo? –y él tarda varios segundos en responder.

–Bueno.

Son las doce y cuarto de la noche del ya domingo cuando Peter da un brinco al salir de la cama en la que solo estaba acostado concentrado en el techo y todavía con la ropa del sábado y que no se llegó a quitar –porque tal vez sabía que iba a salir–. Ese sábado Agustín lo había llamado y al mismo tiempo que escuchaba del otro lado del tubo al gentío divirtiéndose en el parque temático, le rechazaba por vez número cinco su invitación con la excusa de que debía continuar con trabajos programados. Mentira. No tenía que hacer nada. Solo que entre todo el barullo de aquel gentío también distinguió una carcajada de Lali que seguro le ocasionó algún comentario de sus amigos. Y no es que esté escapando de ella –o sí, tal vez–, sólo que el día anterior tuvieron una discusión, como otra de las tantas, en las que él se negó a continuar con ese vínculo que habían creado y en el que ella dejó en claro lo que sentía y quería, y que lo siguió manifestando hasta esa tarde –Nota de autora: y que lo seguirá sintiendo aunque te opongas, cobarde–. Lali esa tarde se fue y todavía no volvió, y él nunca llegó a decirle que si no está preparado para comenzar una relación con ella o con otra persona, sea seria o no, es porque todavía tiene el fantasma del engaño persiguiéndolo, haciéndole sombra y obligándolo a correr hacia el lado opuesto; nunca llegó a decirle que no es que no guste de ella porque cada vez que la hizo reír después de una pelea tenía ganas de convivir con esas discusiones –que ella convertía en banales– hasta el último de sus días. No llegó a decirle que también le gusta y que también tenía ganas de besarla en ese momento. Y no llegó a decirle que la única manera para poder volver a besarla era si primero desahogaba todos los temores y espantaba todos los fantasmas.

–Está todo un poco desordenado porque recién ayer empezamos a sacar todas las cosas de los muebles, pero sentite cómodo –saca dos cajas de cartón que están sobre el sillón y las apoya sobre la mesa.

–¿Estás con alguien? No quería molestar.

–Con mi hermana, Pitt –y esboza una risa mostrando todos los dientes. Porque seguro él pensó que quizás estaba con Máximo o con algún otro que no llevan su nombre– ¿Querés tomar algo? Tengo té de manzanilla.

–No, gracias, está bien –y él también sonríe, porque ella todavía recuerda que ese es su té predilecto. La puerta del baño se abre y Manuela sale vestida con el pijama e intentando enrollar la cortina del baño– hola, Manu.

–¡Ey, hola! –y se alegra un montón, al punto ya de acercarse a abrazarlo. Cuando Sabrina regresa de la cocina con el mate y el termo, los observa y vuelve a sonreír. Es que Manuela es su hermana menor por cuatro años y con Peter siempre tuvo una relación que era más de amistad que de cuñados. Se llevaban tan bien que más de una vez cuando ella discutió con sus padres o se peleó con su novio de aquel momento, tocó timbre en su casa y él le cocinó, la escuchó, la hizo reír y le prestó su cama para dormir– qué lindo verte por acá, no sabía que venías sino me vestía más elegante.

–No hace falta, siempre estás elegante –y la ayuda a desenvolver la cortina– estás muy cambiada, te cortaste el pelo ¿no?

–¿Escuchaste, Sabrina? Se dio cuenta más rápido que vos –pero ella sólo rodea los ojos mientras cae sentada en el sillón– sí, necesitaba hacer un cambio. Me quería teñir pero todos se opusieron, viste cómo son los de mi familia.

TREINTA DÍASWhere stories live. Discover now