Día veinte: Pánico

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Son las siete de la tarde y Lali ya cuenta con un retraso de cuarenta minutos para llegar a la clase de yoga que comparte con Eugenia. Es que en la cola de la fotocopiadora de la facultad había más de diez personas, la estudiante a cargo era más lenta que Manuelita y después tuvo la terrible idea de acceder a compartir un café con dos compañeras que la cruzaron a la salida de una clase. Cuando se quiso acordar, ya tenía cinco llamadas perdidas de Eugenia y un montón de mensajes insultándola en varios idiomas desconocidos. Por eso bajó casi corriendo las escaleras de la entrada de la universidad al mismo tiempo que tomaba el último trago de café y le pedía disculpas a todos los que se cruzaban en su camino y chocaba con los brazos o golpeaba con la mochila. El hecho de ya estar retrasada casi una hora no le permitió a ninguna el cancelar la clase, por lo que Eugenia llama a Lali y le comunica que habló con la profesora para pedirle que las sumen a la clase posterior que, muy al pesar de ambas, corresponde al turno de los jubilados. Y mientras Lali escuchaba la voz de su amiga del otro lado del parlante, se asomaba por la avenida para ver si se aproximaba el colectivo –como si con esa acción el maldito medio de transporte popular sea capaz de venir más rápido–, pero el taxi apareció primero y extendió un brazo para que el mismo frene a sus pies.

–Tendrías que haber visto la cara de Verónica cuando le dije que nos pase al turno siguiente –Eugenia todavía sigue de la otra línea del celular y Lali sentada en el asiento trasero del taxi que maneja un hombre canoso que no llega a los cincuenta años.

–Esa mujer ya nos debe odiar.

–Supongo que tendrá sus razones porque hace cinco meses que vamos y llegamos puntuales nunca.

–Bueno, a las personas le pasan cosas: salimos más tarde del trabajo, nos retienen en una clase de la facultad, hay estancamiento de autos en las calles, no sé que pretende.

–Que lleguemos a la hora que arreglamos, Lali. ¿Te falta mucho?

–No sé –y asoma la cabeza por entre los asientos delanteros para mirar a través del vidrio– hay mucho tráfico y tendré para unos quince minutos más –y Eugenia exhala un suspiro del otro lado. Es que ella ya está en la puerta del gimnasio vestida como la situación lo amerita: calzas azules, un top negro y una vincha fucsia que resalta en todo su pelo castaño claro y atado en una cola de caballo que le cae por un hombro.

–Odio llegar tarde y también odio tener que ir a la clase de los jubilados. Detesto a los ancianos –esboza suave para que sea un secreto entre ambas, pero Lali ríe. El auto frena de golpe y se va de boca contra el respaldo del asiento delantero.

–¿Qué pasó? –le pregunta al taxista, después de recuperarse.

–Se me cruzó una moto por el medio, perdone, señorita. ¿Está bien?

–Sí, casi pierdo todos los dientes pero joya. ¿No hay manera de tomar un atajo?

–Primero necesito salir de todo éste embotellamiento.

–¿Estás bien, Lali? –Eugenia quedó relegada del otro lado siendo testigo de casi una tragedia.

–Sí, acá estoy. ¿Qué me estabas diciendo? – y mira a través de la ventanilla a la cantidad de autos que se enfilan en su lateral porque los semáforos descoordinados y el amalgamiento de colectivos y camiones no colaboran con el andar liviano de la ciudad.

–Que detesto a los ancianos. No es que los odie porque no todos son iguales, pero los que van ahí parecen abuelitos inofensivos pero después cuando los escuchas hablar son Hitler y Stanlin planeando un genocidio mientras hacen gimnasia –y Lali ríe por esa comparación tan hermosa y perfecta al mejor estilo de Eugenia. Ella sigue hablándole en el oído sin meter puntos ni comas, pero todas sus palabras se vuelven eco para Lali cuando ve que en la vereda de enfrente está Martín sentado en un banco de mármol y una mujer embarazada se acerca a él a saludarlo. Él luce una sonrisa enorme cuando la mira, se levanta y besa la boca de esa desconocida para después acariciar con ambas manos la panza de siete u ocho meses en la que se gesta un hijo que no es el de ella. Lali pierde fuerza en todo el cuerpo y por eso el brazo con el que sostiene el celular se desvanece y cae. Baja la ventanilla girando infinita veces la palanca (como si el vidrio le hiciera perder la nitidez de la escena) al mismo tiempo que Martín entrelaza todos los dedos de una mano con la de esa extraña y se alejan caminando por un lateral. Le encantaría que el choque que no sucedió, ocurra para quizás despertarse de ese mal sueño. Pero cuando se da cuenta que es la realidad, solo tiene ganas de cerrar los ojos y no despertar nunca más.

TREINTA DÍASWhere stories live. Discover now