Día veintidós: Guerra

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Lali y Eugenia se despiertan al mismo tiempo cuando la luz de la habitación se enciende a las ocho y media de la mañana y con el grito de Ernestina que se asustó al llegar y encontrar su cama de dos plazas usurpada por su hija y su amiga. Después de llevarse una mano al pecho y de bromear con un simple "espero que estén vestidas", les dio los buenos días al mismo tiempo que arrastraba la valija pequeña hacia un costado del placard embutido y les consultaba si para desayunar preferían medialunas o waffles. Ernestina es una madre a todo terreno que siempre anheló tener entre cinco y seis hijos pero que después de separarse del padre de Eugenia decidió dedicarse exclusivamente a ella. Y aunque tuvo la oportunidad de volver a ser madre –acompañada o soltera– eligió no hacerlo. Porque también Eugenia valía por los otros cuatro o cinco hijos que quiso en su momento. También por eso le gusta que su casa sea el punto de encuentro de todos los amigos de su hija, porque a todos los aprecia y a algunos hasta se atrevió a adoptarlos. Así como hizo con Lali desde que la conoció, pequeña y atropellada, contestataria y rebelde. Y quizás por eso la quiere tanto, porque es igual a Eugenia. Esa mañana las tres desayunan en la mesa redonda de la cocina. Ernestina les cuenta qué actividades realizó en su estadía en Mar del Plata durante el fin de semana que viajó junto a su prima, mientras que Eugenia termina de ponerse la chaqueta verde agua y que Lali unte una tostada con mermelada y queso crema. Ambas se despiden de la madre cuando les avisa que no durmió cómoda en el micro y tiene pensado hacerlo por lo que reste del día. También les informa que no la llamen ni gasten tiempo en mandarle mensajes porque no serán leídos ni respondidos. Eugenia y Lali salen juntas y en la esquina se separan luego de un beso y abrazo efímero: la primera a su centro de estética (al cual está llegando tarde pero su socia se encarga de abrir) y Lali hacia la editorial en donde no solo tendrá que lidiar con su jefe, sino con una guerra de papeles que organizaron sus compañeros –bueno, en realidad Agustín, como siempre.

–¿Qué están haciendo? –Lali llega hasta él que está escondido detrás de un escritorio– ¡Ey! –grita cuando un bollo de papel le impacta en la cabeza– ¡Te vi, Thiago!

–Agachate –Agustín la tironea de un brazo y ella casi se cae– no hay nadie en la oficina. Peter y Beatriz no llegaron.

–Pero son las diez y media de la mañana –y verifica el reloj de pared que está en un costado del salón.

–Lo sé –espía por un lateral del escritorio y revolea una bola de papel.

–¿Y en vez de estar preocupados prefirieron armar una pseudo-guerra? –y por detrás de ella pasa corriendo Gastón que ataca y después se tira boca abajo detrás de su escritorio, cual soldado en plena batalla.

–¿Preocuparnos por qué? Beatriz se habrá quedado dormida y Peter seguramente tuvo que hacer algo extra laboral. ¿Vos no sabes? Lo tuviste que ver... –pero como Lali no responde y desvía la vista hacia otro punto, Agustín la mira– ¿No estuviste con él?

–¿Estar en qué sentido? –e intenta disuadirlo.

–Mariana Espósito, ¿están quebrando las leyes de mi apuesta? –y es la primera vez de lo que va ésta historia en la que Agustín se pone serio– que no me entere que abandonaron la apuesta porque puedo hacerles una mucho peor, eh. Mira que acá no hay tutía.

–No hay tutía, tuprima, tumadre ni nada, no seas estúpido. ¿De qué leyes me estás hablando? ¿Sos el senador de las apuestas?

–¿Abandonaron la apuesta, si o no? –cruza los brazos y la mira desafiante.

–No, Agustín –y responde después de exhalar un montón de aire– lo que me gustaría abandonar es éste trabajo, nunca me pueden tocar compañeros normales –se queja al mismo tiempo que se levanta. Y otra bola de papel golpea su cara– ¡Thiago, la puta madre!

TREINTA DÍASWhere stories live. Discover now