Día diecinueve: Sin querer

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Son las cinco de la tarde y Peter sale antes del trabajo. Saluda a Susana con un abrazo cuando la encuentra caminando por el hall de la planta baja con un café con leche que seguro le encargó a Fernando en la cocina. Ella le dice que se cuide y él le dice que haga lo mismo. Apenas tira de la puerta de vidrio y apoya un pie en el exterior de la Editorial, todo el viento de fines de julio le golpea en la cara. Mientras busca las llaves del auto en el interior de los bolsillos del jean y la campera, estira el cuello para chequear en donde dejó su vehículo. Tardó un poco en recordar que tuvo que estacionarlo a cuatro cuadras porque la calle estaba imposible y carente de espacios. Entonces camina tranquilo y chequea su celular: ningún mensaje. Busca el nombre de Sabri y, mientras espera a que el semáforo peatonal cambié de color, le escribe "Ya salí del trabajo". Pero el mensaje es enviado pero no llega ni es leído. No le da importancia, guarda el móvil y cruza la avenida. Apenas cierra la puerta del auto, todos los ruidos exteriores de la ciudad desaparecen. Entonces cierra los ojos unos segundos y exhala aire en un suspiro profundo. Ahí adentro siempre encuentra la calma que a veces ni siquiera encuentra en su propia casa. Busca alguna emisora radial y deja de presionar el botón cuando Dont' look back in anger de Oasis está sonando en mitad del estribillo. Gira la llave, acomoda los pies en el freno y acelerador, mueve la palanca de cambio al mismo tiempo que espía por el espejo retrovisor y, después de que pasa una moto, arranca el viaje de regreso a casa. En un noventa por ciento de los casos, regresar a casa es lo más placentero que existe después de un día arduo de trabajo o de un viaje extenso en el que todas las noches renegabas por el colchón nuevo que no tenía la misma consistencia del que se dejó en nuestra cama. Regresar a casa es volver a respirar el mismo perfume que envuelve el ambiente, quizás oler el aroma de la comida que nos prepara mamá u oír el ruido que hace la máquina de afeitar nueva que se compró papá para su barba. Incluso si vivís solo, regresar a casa es sentir alivio cuando escuchas silencio porque ningún hermano está gritando ni ninguna otra persona te hace treinta y seis preguntas al mismo tiempo de cómo estuvo la vida fuera de esas paredes contenedoras. Quizás también podes sentir el olor a la basura que a veces te olvidas sacar en el horario pautado en el que pasa el camión, o sentir la comodidad absoluta al caer sentado en el medio del sillón, entre un montón de otras cosas más. Pero hay un diez por ciento –ese en el que entra Peter– en el que no siempre regresar a casa está relacionado con los aromas y el tacto. Sino con los sentimientos: y no precisamente los que nos generan placer.

Peter estacionó el auto frente la entrada de su casa. Apagó el estéreo. Bajó. Buscó las llaves en su maletín. Las encontró debajo de un par de papeles desdoblados. Embocó las llaves en la cerradura. Abrió la puerta. Colgó el maletín en el perchero. Cerró la puerta. Se sacó la campera y la dejó en el mismo gancho en el que colgó el maletín. Espía el living. Está vacío y quieto. Sigue caminando hasta la cocina. Abre la heladera y saca una botella de agua. Toma un sorbo del pico. De reojo ve que hay dos tazas vacías en la mesada. También hay dos saquitos de té a un costado. Guarda la botella. Cierra la heladera. Vuelve al living. Abre el ventanal que da al patio. Escucha un ruido. Como el de una caja caerse al suelo e impactando con el parquet. Camina por el pasillo. Se detiene frente a la puerta del cuarto. Apoya toda la palma de la mano sobre la puerta y la empuja hacia adentro para abrirla. Da dos pasos hacia el interior. Y lo mejor hubiese sido que no los de. Los ojos se le abrieron ante la sorpresa. El corazón empezó a latirle muy fuerte y rápido al punto de él mismo escuchar los latidos. Un nudo se le formó en mitad del estómago. Y el alma se le escapó del cuerpo luego de exhalar un suspiro cargado de dolor. Sabrina y Máximo estaban envueltos en las mismas sábanas de la misma cama que él, hasta ese día, compartía con ella. Pero antes de que Sabrina quiera acercarse a decirle algo con la típica y trillada frase "Te lo puedo explicar", los ojos de Peter se cierran. Y cuando los vuelve a abrir se levanta de un envión del sillón en el que pasó la noche. Lali está parada a un costado mirándolo con su remerón que siempre oficia de pijama, sus piernas desnudas, los pies descalzos y desayunando una manzana.

TREINTA DÍASWhere stories live. Discover now