Pudor y prejuicio

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―¿Quién te dio permiso de ver mi albúm?―dice Alex recogiéndolo del piso y echándolo entre el librero y la pared para que sea inaccesible, aunque por lo grueso se queda atorado.

Sigo sin poder respirar y me llevo las manos al cuello. La cara se me pone toda roja.

―¡Mierda!―grita, dándose cuenta al fin de mi muerte inminente.

Justo cuando va a pegarme en la espalda, me aparto. Lo choques eléctricos no deben ser nada buenos para aliviar la asfixia. Así que yo sola me oprimo el estómago, una, dos, tres veces

―¡Más fuerte!―me apura Alex, y a la cuarta vez escupo la galleta en la mano.

Cuando me siento de nuevo en el comedor para reponerme, Alex me trae un vaso de agua y jala una silla frente a mi. Recarga el mentón en una mano y espera a que los mini abscesos de tos sean más espaciados.

―Válgame Dios, si los accidentes pasan hasta en lo más inofensivo―dice la madre de Alex, sobándome la espalda y la cabeza.

Alex sigue sin camisa y parece menos avergonzado y molesto.

Después de mi casi muerte, el resto es una nimiedad.

Confieso que trato de fingir que sigo reponiéndome para alargar más tiempo de hablar con él y empezar con mi historia de lo que hago aquí. Así que de vez en cuando suelto una tocecilla cada vez más forzada.

―Yo creo que ya se siente bien―dice Alex a su mamá.

Volteo a verla con ojos de cachorrito.

―Si, ya se siente mejor―insiste Alex.

―Nunca se sabe, hay que estar seguros―digo toda temblorosa.

―Gracias mamá, Anabel y yo tenemos que... ¿hablar de la tarea?

Me rió nerviosa.

―Pues claro ¿a qué otra cosa iba a venir?

―Te dije que limpiaras tu cuarto―dice su mamá.

Ahora parece que Alex me quiere pulverizar con la mirada.

―Pensaba hacerlo más tarde, no sabía que tendría visitas tan temprano.

―Temprano...―murmura su mamá―. Anabel te quedas en tu casa, tengo que alistarme para salir, me da mucha gusto que vinieras―dice estrujando mis hombros afectuosamente.

Alex se levanta y con un cabeceo seco me indica que lo siga a su habitación. Patea ropa, envolturas y un par de zapatos para abrirnos paso y yo me siento en la orilla de la cama, el única espacio que el cerro de ropa deja disponible.

Se recarga en la pared cruzando los brazos, y la pierna formando un cuatro.

―Tu vienes a otra cosa, no es por la tarea.

Podrá tener unas abdominales naturales de lujo pero no es un tonto ¿qué?

―¿Qué?―digo.

―¿Qué?―dice.

―¿De qué?―pregunto.

―Que si ¿qué es tan importante que cruzaste media ciudad, para impedir que me diera un baño?

―Tu lo dijiste, el proyecto...―digo desviando la mirada lo más posible.

―Pudiste avisarme que venías, además yo ya tengo planes.

―Nada de eso―le respondo, mirando para otro lado―.El proyecto es primero.

Se acerca a mí y yo me volteo todavía más.

Si pudiera odiarteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora