Capítulo 5

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El taxista me mira raro, parándose en la férula que me han puesto. La verdad es que es aparatosa y llamativa, si fuera por mí, no la llevaría, pero el médico, cuando me ha visto mirar el cabestrillo con duda, ha sido muy contundente explicándome qué pasaría si decidiese no llevarlo. No quiero que mi hombro quede mal o dolorido de por vida, así que ignoro la mirada del taxista y entro en el vehículo, farfullando mi dirección.

El hombre ajusta los retrovisores, enciende el motor, la radio y a los pocos segundos ya estamos en la carreta. Agradezco la calma del viaje. Apoyo la cabeza en el cristal, sintiendo las vibraciones del vehículo, y cierro un poco los ojos. Estoy muerto de cansancio y hambre, ya son pasadas las dos del mediodía y solo quiero ir a casa, tomar algo para el dolor de hombro y de cabeza, un poco de comida, y dormir.

Al menos para eso tendré tiempo durante al menos tres semanas. Oliver se pondrá triste al enterarse de que cojo la baja un tiempo, pero no me lo tendrá en cuenta. Posiblemente se sienta culpable y me dejaría hasta tener unos días más de descanso, pero no los tomaré si me los ofrece. Trabajar me hace bien, me distrae.

El taxista me pregunta si la música está bien o si quiero cambiarla y yo le hago un gesto de desinterés, a lo que asiente y me mira a través del retrovisor. Tiene ojos pequeños y mezquinos, pero no me habla más en todo el trayecto y lo agradezco muchísimo. De estar volviendo con Ángel el viaje sería una tortura. Él no es desagradable, pero su parloteo tan adolescente y rebosante de energía me molesta, aunque también lo encuentro algo tierno.

Me quejo y me remuevo en el asiento, la posición es incómoda y el cabestrillo que me inmoviliza parece molestar más de lo que ayuda. Me rodea el antebrazo, manteniéndolo horizontal, y también me sobrecarga un poco el hombro bueno con esa ancha tira de tela de la que cuelga. Lo miro despectivamente, no puedo imaginarme tres semanas con esta cosa estúpida.

Tres semanas... Debería avisar ya a Oliver, pero estoy tan cansado. No quiero preocuparlo. Da igual, lo llamaré cuando llegue a casa, no va de unas horas. Ahora solo quiero apoyarme en la ventana, notar como el coche tiembla y encerrarme en esta burbuja de música lenta. Mi cuerpo se relaja un poco con esas sensaciones, quizá demasiado.

Al rato, unos dedos se chasquean insistentemente frente a mi cara. Doy un repullo y los miro desorientado.

—Ya estamos, son cincuenta o veintidós. —me dice el hombre que chaquea los dedos.

Frunzo el ceño, tratando de entender que pasa. Abro y cierro mi boca pastosa, veo mi casa por la ventanilla y luego los ojos pequeños y mezquinos. Estoy en el taxi.

Miro debajo de repente, comprobando que la férula de mi brazo sigue ahí. Al despertar había confundido todo el incidente del brazo con un sueño. Ángel también era parte del sueño, pero obviamente resulta ser real.

—Sí, disculpe. —le dice al hombre con voz rasposa.

Saco mi cartera del bolsillo con la mano izquierda y al ir a abrirla el cabestrillo me retiene la derecha y un espasmo de dolor la atraviesa. Oh, esto va a ser jodido si los problemas empiezan tan pronto. El taxista alza una ceja y tamborilea sus dedos sobre el respaldo de su asiento con impaciencia mientras me observa dejar mi cartera en mi regazo y, con la zurda, abrirla y buscar los billetes.

Cuando se lo tiendo él lo arranca de mis dedos sin perder un segundo y me deja el cambio en la mano, a lo que vuelve a mirarme con molestia mientras tardo un minuto en guardarlo en mi billetera y volverla a poner en mi pantalón. Cuando salgo del coche, es se marcha inmediatamente y yo me siento desfallecer al estar cerca de casa. Mi cuerpo exige caer sobre la cama.

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