Capítulo 18

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Esta vez lo dejo todo en sus manos. Me besa despacio, aunque noto el ansia en sus manos, en la forma en que me tocan la cintura, los mulos, en que trepan hacia mi cuello inevitablemente. A veces pasea los dedos sobre mi cuello, sonríe al notar la marca de sus dientes en él.

Hoy ha venido en silencio, ha dejado la bandeja de comida al pie de las escaleras y se ha sentado en el colchón mirándome fijamente mientras me desperezaba. Me ha costado levantarme, creo que me dormí después de llorar por horas. Ahora nos besamos porque sé que es lo que él quiere y que prefiero dárselo a que lo tome por sí mismo.

Es más gentil que el otro día, su respiración, profunda y suave, me golpea el rostro. Es cálida, calmada. Me alegro de que hoy no esté enfadado, de que me agarre fuerte, pero sin dejar moratones con la forma de sus dedos, de que evite mi herida abierta cuando me muerde y chupa los labios.

Aun así, esto no es para nada como los besos que yo conozco. Estoy acostumbrado a besar, a rizar mi lengua y la de otro en un baile sensual antes del sexo, a veces incluso durante. Estoy acostumbrado a las bocas extrañas y los ósculos sin sentimientos de por medio.

Pero Ángel es diferente. Sus besos no son preliminares, no son un acto de amor o deseo, son solo poder. Una forma de demostrarme que ni mi boca es mía ahora, que diré lo que él diga, que es su lengua la que da forma a mi realidad ahora. Sus órdenes son leyes y cuando él no está no tengo mundo en el existir, solo esa oscuridad profunda y solitaria en una habitación vacía donde no puedo llegar a tres de las esquinas.

—Es aburrido cuando pones esa mala cara y simplemente te quedas quieto ¿Sabes? Me dan ganas de largarme. —dice poniéndose de pie bruscamente.

Mi corazón da un vuelco y bombea apresurado. Irse. Quiere irse. Quiere dejarme solo. A oscuras. Sin saber cuándo volverá.

—¡Espera! Me esforzaré más, por favor, solo dame otra oportunidad —suplico, lanzándome a sus pies y agarrándolo por el tobillo.

Él se zafa dando una patada al aire. Al notar el tirón en mi hombro me aparto y me vuelvo a sentar en el colchón, esperando a que diga algo. Me gustaría que este momento fuese eterno: que él se quedase ahí, cerca de mí, pero sin tocarme, y yo no tuviese que quedarme en esa horrible soledad de nuevo ¡No lo soporto! Cuando se va siempre vuelve, sí, por ahora, pero la espera es eterna. Y aunque le odio, odio más quedarme aquí, esperando, sin saber cuándo volverá o si volverá.

Es tan miserable, me siento tan solo. Ya apenas recuerdo la cara de Oliver o de mi casero.

—Bien, entonces hazlo. —me dice bajando de nuevo al colchón y tomándome de las mejillas con una mano.

Me clava los dedos dolorosamente y vuelve a besarme, ahora un poco más brusco. Pasa cruelmente la lengua por la herida y se siente sobre mis piernas mientras me aprieta la cintura. Me siento atrapado, paralizado, pero debo hacer algo.

Intento alzar mi mano izquierda y la llevo, temblorosa, a su mejilla. Acaricio contra la barba recién afeitada, su piel se siente suave y fresca y puedo oler la menta desde aquí. Me centro en eso, en mi pulgar en su mejilla, en el contacto inofensivo y no en su beso hiriente. Cuando me he calmado un poco intento besarlo de vuelta: muevo mis labios y cuando su lengua acaricia la mía yo le imito gentilmente. Mis gestos son pequeños y tímidos, hay cierto asco en ellos: le toco queriendo alejarme.

Pero, aunque lo quiero lejos, no me quiero quedar solo de nuevo.

—Deja de llorar, lo arruinas —dice él parando el beso, poniendo su frente contra la mía y dejando que su nariz y su aliento me acaricien la cara.

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