Capítlo 28

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Cuando despierto ya hay luz y el sonido de los escalones de madera crujiendo apenas me sorprende. Me froto los ojos y noto el escozor que me queda en ellos después de haber pasado la noche entera llorando. Tengo los párpados inflamados y sensibles, pero ahora mismo eso no es nada en comparación a mi tobillo o mi hombro o las marcas violáceas de mi cuello. También me duele la cabeza, es tan constante que casi me había olvidado.

Ángel se acerca a mi colchón, acuclillándose frente a mí mientras yo todavía no he terminado de desperezarme. Doy un repullo y él ríe enternecido por mi reacción, como si fuese un animal tímido, no una víctima aterrorizada. Me tiende una bandeja con carne, puré de patatas, agua y pastillas.

¿Está siendo bueno de nuevo? Pero él jamás me recompensa a menos que haga algo bien y ayer, sea lo que sea, hice algo malo, algo que lo enfadó. Tiene que ser una trampa ¿La comida está envenenada? ¿Tal vez el agua?

No quiero que él sepa que sospecho, así que trato de actuar con normalidad, inclinándome hacia sus labios para ganarme la comida. Esta vez no aborda el beso de una forma suave: me toma de la nuca y me muerde los labios. Yo me quedo paralizado, entreabriendo la boca y esperando que todo pase rápido; afortunadamente los mordiscos son solo juguetones y no logra hacerme sangre. Me besa apasionadamente, de una forma que me asusta, pero que a la vez me causa un hormigueo porque sé que mientras él sienta tanto deseo, tardará más en dejar mi lado.

Correspondo de forma casi natural y algunas lágrimas se me escurren hacia el beso. Él lame el aguamarina de mi tristeza con gusto, besándome incluso más ferozmente después. Su boca busca la mía rápido, profundo, me muerde hasta la lengua y me clava las uñas en el cuello, pero se contiene y esta vez soy capaz de soportar el beso.

De disfrutarlo.

La idea me hace llorar más, pero mi cuerpo no miente y ahora grita cuan bien se siente. No ser besado por mi secuestrador, sino ser tocado, ser tenido en cuenta, ser recordado. Cuanto más lo pienso, más seguro estoy: prefiero mil veces tenerlo aquí, estrangulándome con una cadena, que quedarme solo de nuevo.

Pongo mi mano en su pecho y siento la piel caliente, los latidos, la piel erizándose cuando tenga la osadía de acariciar su lengua con la mía. Me siento extraño cuando recuerdo que él es humano, que está hecho de carne y hueso, de un cuerpo que reacciona. Hasta ahora él era metal, frío, afilado. Un bisturí que me cortaba con cada caricia y me disecaba. Ahora su toque no duele tanto.

Y eso me asusta.

—¿Te gusta cuando te beso? —pregunta él en un susurro ronco, un ronroneo que me vibra en los labios y me hace suspirar.

Mi boca tiembla ¿Qué clase de respuesta espera? Con él siento que un paso en falso podría convertir este momento agradable, este tesoro tan preciado, en el mismo infierno que ayer casi me lleva a la muerte.

—Me gusta que seas suave —respondo ingeniosamente, tratando sonar más halagador que pedigüeño. Él me sonríe ladinamente y mi corazón se acelera ¿Se ha enfadado o lo he complacido? Por favor, por favor, no quiero más problemas...

Mi respiración se agita y él la calla con otro nuevo beso. Lento, con su mano ahora sosteniendo mi mejilla, acariciando con el pulgar. Barre mis lágrimas y pronto dejo de llorar sin apenas percatarme. Sus labios se mueven tan gentilmente sobre los míos, buscando acariciarlos, más que devorarlos. A veces me roza con los dientes, una amenaza que me hace tiritar, pero luego me calma con más besos pequeños.

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