Capítulo 45

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Recorro el pasillo mordisqueándome los labios por culpa del nerviosismo. Acabo de salir de la ducha y ya estoy sudando, mierda, ojalá el pijama no fuese tan calentito.

El aroma de la comida me saca un poco de mis pensamientos: huele a carne, arroz y verduras. Y es un olor tan delicioso que mi apetito vuelve a abrirse un poco. Me acerco a la espalda de Ángel, asomándome desde detrás a la sartén. Está haciendo arroz con daditos de zanahoria, tiras de calabacín, maíz, huevos revueltos, un poco de salsa de soja, ajo picado y sofrito con perejil y luego una deliciosa y pálida carne que impregna de un delicioso olor el platillo.

Es carne de liebre.

—Siéntate —ordena el castaño, dándome un fugaz beso en la mejilla antes de volver a centrar su atención en los fogones —serviré la cena.

Yo obedezco sin rechistar. No quiero decir nada, solo cenar y volver al sótano para poder esconder la cuchilla de una vez por todas. Ángel pone sus manos sobre mis hombros apretando un poco con sus dedos. Prácticamente grito.

—Estás tan tenso... —dice entre susurros, masajeando con fuerza mis hombros y usando sus pulgares para presionar un poco la zona en que mi nuca y mi espalda se unen. Sus manos ya no me provocan canguelo, sino un extraño relax y siento que mi estúpido cuerpo es receptivo ante sus caricias fuertes. Demasiado.

Mierda, pero si me he masturbado en la ducha ¿Por qué me pasa esto otra vez?

—Estoy cansado nada más —le digo fingiendo un bostezo que se le pega. —, podría quedarme dormido justo ahora...

—¿Tan pronto? Ni siquiera hemos empezado a divertirnos —se queja haciendo un puchero, aunque inevitablemente este muta a una sonrisa de esas en que solo una comisura se eleva. Le da el aspecto de un diablo antes de la travesura.

Cierro los ojos y respiro hondo y lento cuando él va a servir la comida. Los abro cuando el delicioso aroma me golpea.

Pensé que se me cerraría el estómago al ver el conejo en mi plato y caer en la cuenta de que lo he matado, pero soy consciente de lo que he hecho desde el primer momento. Y la culpa ni vino entonces, ni viene ahora. El conejo está desmenuzado, mezclado con arroz, verduras y salsa. Totalmente irreconocible.

Ángel da un mordisco a su comida y deja ir un ruido de gusto. Lo observo, extrañamente ansioso, y agarro el tenedor.

Cuando me llevo el primer mordisco a la boca descubro que es delicioso y se me abre el apetito hasta que dejo el plato impecable. La cena dura solo unos minutos, al menos para mí. Cuando termino lamiendo hasta el último grano de arroz del plato Ángel todavía va por la mitad y me mira boquiabierto por mi voracidad.

Me pregunto si ese demonio se sentirá así también, si yo soy su conejito al que degüella sin culpa hasta dejar irreconocible, si va a arrancar un poco de mí hasta consumirme entero, si cuando acabe conmigo se sentirá tan satisfecho como me siento yo ahora.

Me limpio las comisuras con la servilleta, sonrojándome un poco. He comido con tanta ansia que el plato está limpio, pero no puedo decir lo mismo de mi cara. Ángel me mira risueño, devorando su comida de forma más civilizada que yo y sin poder separar sus ojos de mi rostro teñido de rojo; el castaño pincha unos cuantos pedazos de carne y de verduras y luego extiende el brazo en la mesa, poniendo su tenedor frente a mi rostro.

—Uhm, no es necesario... -trato de decir, porque realmente no lo es: he comido una ración grande y estoy lleno.

—Abre. -su rostro es dulce, un amante acaramelado dando de comer en la boca a su pequeño pichón, pero la voz, áspera, dominante, no pide ni sugiere: ordena.

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