Capítulo 14

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Veintiuno, veintidós y veintitrés. Lanzo la cadena que tengo recogida sobre el regazo al suelo. Luego palpo hasta encontrar la atadura de mi tobillo y pongo los dedos sobre el primer eslabón. Uno, dos, tres...

Contar eslabones es la única forma de mantenerme cuerdo. Si no tengo los dedos pasando aros de metal de uno en uno, siento que floto y pierdo la noción del arriba y el abajo, me mareo y las náuseas se combinan dolorosamente con el hambre.

Cinco, seis, siete...

Además, contar me ayuda a saber si duermo. Me he descontado cinco veces, así que puede que haya dormido cinco veces. Por cuanto tiempo... no lo sé. Tampoco sé seguro si se me ha ido la cabeza o si he perdido la consciencia, pero es lo máximo que puedo saber ahora mismo.

Diez, once, doce...

Llego hasta veintitrés, luego ya no puedo tirar más de la cadena. Cumplí veintitrés no hace tantos años, es una coincidencia o casi. Es curioso. Me río un poco, sin querer, y el sonido de mi voz me horroriza. Podrían haber pasado cinco días ¿Los han pasado? No, no he dormido cinco veces, habría muerto ¿No?

Quince, dieciséis...

Quizá he muerto, con tanta oscuridad y silencio bien podría ser un espíritu incapaz de ver su propio cadáver.

Diecisiete, dieciocho...

No. No he muerto. Mi cabeza pulsátil, el hombro doloroso, la garganta seca, mi estómago vacío, el tobillo entumecido, el otro encadenado...

Diecinueve...

No, aún siento mi cuerpo. Pesado. Horrible lastre.

Veinte...

Ah, ojalá tener mis pastillas. Ojalá tener esa calma con la que me iba a la cama.

Veintiuno...

Con la que dormía largamente.

Veintidós...

Con la que despertaba sabiendo qué iba a deparar ese día para mí.

Veintitrés. Y vuelta a empezar.

Tiro la cadena al suelo de nuevo, apenas sin fuerza. No llego a contar a dos cuando la luz vuelve, acompañada de la opaca figura de Ángel. Cierro los ojos, cuento sus pasos ¿Diez, doce escalones? Me he perdido.

La trampilla se cierra. El fluorescente se enciende. De nuevo, Ángel trae algo en sus manos: una botellita de agua y una pastilla. Esta vez las miro receloso, aunque el deseo casi me hace correr hacia él. Se acerca hasta sentarse en el colchón, yo me hago un ovillo a un lado, mirando fijamente las pastillas y el agua.

—¿Las quieres? —pregunta con un tono burlón. Yo asiento despacio. —Entonces tómate primero la comida, es malo tomar medicamentos con el estómago vacío ¿Lo sabías?

Miro sus maños con extrañez ¿La comida? Entonces caigo en la cuenta de a qué se refiere. Me vuelvo al suelo frente a mí, donde reposa el viejo bocadillo de lo que supongo que fue ayer. Lo miro con disgusto, incapaz de acercarme.

—Pero... lo has pisado y escupiste en él... —digo con una vocecilla baja y rasposa, tosiendo inevitablemente.

—Sé bien lo que hice, Ty, no soy yo el que tiene problemas de memoria. —dice secamente, acomodándose en el colchón y quitándome más espacio.

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