Capítulo 32

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Un secreto bien guardado

Después de un paseo por la ciudad, de un atracón de pizzas y unas horas sentados en un banco cerca del muelle hablando como pericos, Silver y Robin decidieron que era tiempo de regresar a la realidad.

La noche les había caído encima como plomo, sin que apenas se hubieran dado cuenta.

Así que como todo buen caballero la acompañó hasta su casa y protagonizaron una despedida kilométrica en el porche, pues ninguno de los dos quería que aquel día terminara.

Por fortuna para ambos, los otros ocupantes de la casa ya dormían, por tanto, podían extender su encuentro otro poco sin molestar a nadie.

Finalmente, luego de un beso fugaz, ella se obligó a cerrar la puerta tras de sí.

Robin apoyó todo el peso de su cuerpo sobre la madera, sin saber que del otro lado, un indeciso Silver se cuestionaba si sería buena idea volver a tocar y darle cualquier excusa para quedarse otro rato.

Parecían dos amantes separados en la frontera de dos países enemigos.

En una orilla estaba ella queriendo cederle el paso pero con temor a lo que pudiera pensar Ivanna si se decidía a hacerlo; en la otra se hallaba él, luchando contra sus deseos de volver a besarla, a sentir su cercanía, a escuchar su voz.

No obstante, tenían claro, por separado, una verdad irrefutable: ni uno ni otro quería dormir solo esa noche.

Robin fue la primera en claudicar. Abrió la puerta de golpe y se lo encontró ahí, con un puño presto a romper el silencio de la madera.
Ni siquiera hablaron. No había nada que decir, solo mirarse, abalanzarse uno sobre el otro, besarse, tocarse.
Sus ademanes comenzaron a tornarse desesperados y ninguno parecía darse cuenta de que estaban cediendo a la tentación de sus cuerpos casi en plena calle.

—Tengo que guardar la moto—le avisó sin apenas despegar su boca de la suya.

—OK, te espero—contestó ella también entre besos y alcanzándole la llave del garage que descansaba en un llavero colgado tras la puerta.

Menos de 10 minutos, para no exagerar, demoró Silver en cumplir con la tarea de esguarnecer su fiel Tornado del frío de la madrugada.
Cuando regresó, el fuego ya no estaba tan abrazador como al principio, pues ambos lograron llamarse a la calma, pero seguía igual de vivo y todavía quemaba.

Robin lo condujo a su habitación tratando de no hacer ruido y una vez protegidos por la intimidad de aquel cuarto, regresó la necesidad.

El lugar estaba en penumbras, y a ella le hubiese gustado que permaneciera así, pero no era la idea que él tenía. Había esperado mucho tiempo para saber qué tanto protegía bajo sus vestiduras y no dejaría pasar la oportunidad de hacerla suya con la mirada antes de poseerla de alguna otra manera. Así que buscó el interruptor y encendió la luz.

—Te quiero ver—espetó y se fue acercando a ella como si estuviera al acecho.

Cuando la tuvo a su alcance, primero la despojó una a una de las hebillas que sostenían su perfecto peinado, logrando que su pelo saliera desprendido de su prisión y fuera a estacionarse sobre sus hombros y su espalda. A Silver le admiró el largo y la belleza de esos cabellos que ella se empeñaba en ocultar, como si lucir su beldad innata fuera un acto criminal.

Otra vez la besaba, solo que ahora ya no estaba impaciente. Disfrutaba con calma del sabor de sus labios, de la humedad de su lengua, del calor de su respiración inquieta. Estaría toda la vida allí, entre sus labios.

Cuando tuvo fuerzas para abandonar su boca, comenzó a depositar besos igual de húmedos y apasionados sobre la base de su cuello, los que repartía luego a todo lo largo de este, para más tarde, soltar otros igual de arrabatadores en los alrededores de su oreja.

No la dejaba hacer, solo aceptar.

Él por su parte, se había contentado con recibir su desnudez, contemplarla, palparla, admirarla.

La llevó a la cama y la depositó sobre las sábanas cual si fuera de cristal.

—Eres tan hermosa que tengo miedo de estar soñando. Tengo miedo de descubrir que no es cierto que puedo besarte y tocarte a mi antojo.

—Entonces no pares. Bésame más, tócame toda, que si es un sueño y despertamos, al menos nos quedará el recuerdo de todo lo que sentimos mientras lo hacías.

Él se dejó llevar por sus palabras y le dio la vuelta para desatar una nueva marea de besos sobre su espalda. Besó cada palmo de piel que encontró anhelante de sus labios.

Su cuello, sus hombros, su cintura, sus caderas, sus muslos, la base de sus nalgas...y ahí se detuvo; pero solo para recorrer con su lengua el perfecto trazo que las separa. Ella contuvo un gemido cuando lo supo lamiscando su centro más oscuro.

Entonces volvió a ponerla de espaldas sobre el colchón y fue derecho a ese lugar donde ese otro corazón que no bombea sangre, sino placer, le palpitaba con fuerza. La fuerza de un deseo que él pretende liberar con sus lamidos.

Ella le deja hacer, disfruta sus atrevimientos, se deshace en pequeños gritos y frases inentendibles. Sube por momentos la cadera y pone una mano en su cabeza para acercarlo más, si es que es posible, a su sexo que revive, que tiembla, que se achica, que se agranda, que revienta en un orgasmo que él devora con gusto, con hambre y que sigue saboreando aún cuando se han apagado los espasmos.

Silver la ve revolverse satisfecha, pero quiere más, quiere enloquecerla, así que regresa a besarla y ella lo recibe gustosa.

Ahora su boca sabe a vicio.

Le fascina, pero más la trastorna sentir cómo su hombría le traspasa la poca cordura que le queda. Con las piernas enroscadas a su cintura lo siente golpear con fuerza una y otra vez su centro, su interior, su mesura.
Y otro orgasmo que llega para ella y el primero que llega para él.

Se dejan caer sin aliento. Necesitan recuperarlo antes de ir a lavar tanto sudor, tanto líquido placentero que ahora los hace sonreír como tontos, un par de tontos extenuados y dichosos.

—¿Recuerdas tu deuda?—pregunta ella arropada entre sus brazos, una vez que han logrado reponerse.

—¿Cuál?—inquiere Silver.

—No te hagas el desentendido, me debes un secreto—afirma.

—Ah eso. Bueno pues, la verdad es que solo tengo uno, digo, que yo recuerde.

—¿Cuál es?

—Tiene que ver con mi nombre.
Ella se incorpora incrédula.

—Cómo así que con tu nombre—agrega.

—Te lo cuento, pero como alguien más se entere, prepárate, porque esto solo lo sabe Logan, mi familia y ahora tú.

Ella se besa los dedos en cruz y se apresta a escuchar.

—A ver, mi nombre real es Silvestre. A Silver lo creamos Lo y yo, para acabar con mi complejo—dijo y se quedó quieto, como esperando su reacción.
Robin lo intentó, pero no pudo frenar la risa.

—A mi mamá se le ocurrió homenajear a su abuelo. No sabes la que he tenido que aguantar por cuenta del nombrecito. Que si «Silvestre Stallone», «animal silvestre», «abuelito Silvestre», de todo me decían. —No te rías, los niños pueden ser muy crueles ¿sabes?—la regañaba, en vista de que seguía burlándose de su suerte, aunque un poco que lo contagiaba con su risa y ya estaba empezando a verle la gracia y mostrar los dientes.

—Ay disculpa, es que no lo puedo evitar. Me he acordado de algo—dijo entre carcajadas.

—¿De qué te has acordado ahora mujer?

—Es que creo que he visto un lindo gatito—diciendo esto saltó de la cama y echó a correr por el cuarto tratando de librarse del ofendido chico que por un segundo, la miró como si ella en verdad fuera el pequeño canario amarillo, y que ahora la perseguía.

La agarró mientras intentaba subirse de nuevo a la cama. Se le tiró encima y la aprisionó con el peso de su cuerpo, levantando sus brazos sobre su cabeza y sosteniendo fuerte sus muñecas para que no pudiera moverse.

—Vas a saber ahora qué tan lindo es este gatito—sentenció y comenzó a besarla con furia.

Una cosa era segura, nadie dormiría en ese cuarto. Al menos no esta noche.

El secreto de sus juevesWhere stories live. Discover now