Capítulo 40

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Poe

Era un tonto por caer ante esa sonrisa coqueta y labios rosados. Un estupido por dejar que sus ojos olivo formarán parte de mis sueños. Soy un idiota por permitir que Ciel Allen me robara el corazon.

<<Perdiste la cabeza por un par de ojos coquetos... No puede ser... eres capaz de cualquier cosa con tal de no verlos llorar.>>

No tuve que esperar toda la noche para entender que había caído ante ella como un cachorro sumiso, supe que estaba jodido desde que la vi con ese vestido de princesa esperando paciente en las escaleras, cuando su acondicionador dejó de ser tormentoso y se convirtió en lo más delicioso que he olido, y en el momento que Carter se atrevió a ofenderla... fue ahí que me di cuenta que había aceptado su patético plan no por venganza o limpiar mi nombre, sino para estar con ella... solo quería estar con ella.

Me aislé, la ignore, trate de que su presencia fuera irrelevante para mi, intente poner toda mi concentración en las conversaciones aburridas que hacían mis invitados, todo para que las ganas que había tenido por besarla desde que nos interrumpió su hermano o mi puño apretado debajo de la mesa después del fallido intento de humillación de Carter, desaparecieran. Trate de todo, que Lidia fuera una distracción, las copas de vino que iban y venían de mi mano cada diez minutos, considere hasta el hecho de llamar a Edward Soto y decirle que dejara de ser tan imbécil y se diera cuenta de lo que la abeja sentía por él de una buena vez y así pudiera desaparecer de su vida, le pedí incluso a Andrew que estuviera listo para llamarlo en caso de que el problema abeja se volviera intolerable.

Lo intenté, quise resistirme, luchar, y aun así, aquel colguije dorado que sus delicados dedos frotaban cada que se ponía nerviosa me hicieron rendirme.

Tara tenía razón, todo el jodido mundo caerá a sus pies tarde o temprano. Y yo, después de tantos fallidos intentos, me encontraba suplicante ante ella, esperando que su delgada y pálida mano tomara la mía sin importar la multitud a su alrededor.

- ¿Qué haces?- me miraba confundida, demasiado para mi gusto.

<<No tengo la menor idea. Ciel, por favor, deja de ser tan curiosa antes de que trate de callarte a besos>>

- Dijiste que estabas aburrida de solo hablar de finanzas, así que ven, baila conmigo.- Ella no lo noto, pero mi otra mano estaba apretando los irracionales nervios que por alguna razón su silencio me estaba provocando.

Ella soltó una risa nerviosa, una que no ayudó en nada a mis propios miedos.

Ciel

Parpadeó incrédula.

Tenía que ser un chiste, otra de sus bromas de mal gusto que tanto odio.

- ¿No es otro de tus chistes o si?- fui tratando de tomar su mano lentamente, no sé si por inercia o por que toda la mesa estaba mirando hacia nuestra dirección.

- Cuándo he bromeado contigo abejita.- Fruncí el ceño para molestarlo, dándole entender que había notado su sarcasmo, y él en un mal intento por ignorar mi gesto, sonrió, cogiendo mi mano y tirando de ella lentamente para que pudiera levantarme de la silla.

Como si alguien les hubiera informado de la tercera llamada para un espectáculo, el resto de los invitados empezó a vigilar nuestros pasos hasta el centro del salón, como si fuéramos dos criminales a punto de cometer un asalto. No había música o una pista la cual seguir, solo el sonido de un par de zapatillas chocando contra el piso y la respiración nerviosa de un alto y apuesto joven intrigando a la multitud de ricos y trabajadores sentados en sus acolchadas sillas. Algo tenía que acabar terriblemente mal o terriblemente bien en la idea descabellada del rebelde Napoleón Stilinski. Murmullos, miradas y uno que otro sonido de impresión me hizo voltear brevemente hacia la mesa del fondo donde se encontraban mis padres y hermano, y como suponía, ellos al igual que el resto miraron confundidos hasta el centro de la pista donde minutos antes el gran empresario Gabriel Stilisnki se había parado a dar su discurso anual de bienvenida.

Cuando vas a besarme...Donde viven las historias. Descúbrelo ahora