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Frieda y Adler —sin cruzar palabras— se presentaron esa mañana en el restaurante de Edwin. Nikolaus acompañó a los chicos y le pidió a su amigo que los pusiera a trabajar —si era posible en equipo—, Edwin le dijo que haría lo que pudiera y Nikolaus los dejó recordándoles que debían volver caminando —ya que el lugar no estaba a más de ocho cuadras de la casa—, y que los esperaba para las cinco.

Edwin les dio un delantal de trabajo y los mandó a la cocina a lavar cubiertos. Cuando ingresaron Frieda abrió grandes los ojos al darse cuenta de la cantidad de cubiertos sucios y acumulados al lado del fregadero.

—¿Todo eso? —se quejó.

—En las mañanas se lavan los de la noche anterior —explicó el hombre y luego de darle las indicaciones, los dejó allí.

—Esto es... repugnante —dijo Frieda acercándose a observar más de cerca.

—No tanto como tú —dijo Adler visiblemente afectado. Odiaba tener que pasar sus vacaciones trabajando y pagando un castigo que consideraba injusto.

—¡Cállate y ponte a trabajar! —dijo la muchacha.

La mañana transcurrió en silencio, ninguno de los dos hablaba pero ambos pensaban en lo mucho que odiaban al otro y en que ese castigo recién iniciaba. Más tarde, Edwin los mandó a limpiar las mesas, lo que les pareció algo más relajado pues a cada uno le dieron un sector del restaurante y no se vieron las caras. Cerca del medio día empezaron a llegar los clientes, ellos debían permanecer en la cocina y lavar los platos que se iban usando alistándolos para volver a ser usados. En algún momento tuvieron permiso para comer y se les dio un plato con comida de allí. Se tuvieron que sentar en la misma mesa con otros empleados, pero no hablaron. Cerca de las cinco de la tarde, hora en que por fin saldrían de aquel sitio, se sentían en realidad agotados y más enfadados y resentidos el uno con el otro.

Edwin les dijo que ya podían irse y que si no habían terminado algo lo harían al día siguiente. Se lavaron las manos y salieron caminando rumbo a la casa sin conversar para nada.

Así transcurrieron casi dos semanas, no hablaban más que lo justo, ni siquiera para ofenderse, se limitaban a cumplir sus obligaciones y luego se marchaban en silencio a la casa. Llegaban, cada uno iba a su habitación a darse un baño y a buscar algo qué hacer por separado. En la cena cuando sus padres les preguntaban qué tal el día respondían con monosílabos, ambos se sentían enfadados con ellos también por el castigo que les dieron.

Aquel lunes, estaban regresando cuando Adler miró a la derecha y sin más se giró en una esquina que no correspondía al camino de regreso a casa.

—¿Dónde vas? —preguntó la chica.

—Quiero comer un postre que se vende aquí a dos cuadras, ¿vienes? —preguntó.

Frieda lo dudó, no confiaba para nada en el chico, y además, no quería estar un segundo más a su lado. Aun así no quería regresarse sola, así que asintió. Caminaron en silencio hasta llegar a una confitería donde Adler ingresó y compró lo que quería. Cuando pagó, le entregaron una bolsa de papel madera con aquello que había comprado, al salir del sitio le dio uno a Frieda. Esta la miró extrañada por el gesto y frunció el ceño confundida.

Ni príncipe ni princesa ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora