C I N C O

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Sentí que se hacía una eternidad el tiempo en el que no tuve noción de nada ni sentido de la orientación. Estaba aislada de la luz del sol o el bullicio de las personas. Entre tanto y tanto oía el ladrido de los perros o el gruñido de los autos. Y ya. Sabía que seguía con vida y que el tiempo no se había paralizado, pero no sentía nada, ya fuera físico o emocional; solamente estaba existiendo, sobreviviendo con viandas que me dejaba una misteriosa mano cada cierto tiempo y el baño claustrofóbico que se mantenía sucio y sofocante. Era sólo eso; estaba intentando no morir, pero tampoco estaba viviendo.

Podía saber cuántos días habían concurrido por la escasa luz que se filtraba por la ventana; siempre parecía de noche, pero a veces lograban verse rayos claros y casi imperceptibles. Fueron cinco días de los que fui consciente, pero no estaba segura de ello.

Me hacía preguntas existenciales para intentar no perder la cordura, quería ignorar el hecho de que ya comenzaba a contar las grietas del suelo o las manchas del techo; la habitación me pareció dos metros más pequeña que el primer día que la vi y la estantería dónde había herramientas y libros cada tanto amenazaba con venirse abajo. No era real y lo sabía, pero temía no poder diferenciar entre la realidad y la imaginación cuando pasaran más días.

Hube tenido mucho tiempo para pensar en muchas cosas tanto pasadas como recientes, y pude darme cuenta de que aquella sustancia viscosa y con gusto metálico que Jason indujo en mí a través de ese beso fue su sangre, una que regresó mis costillas a su lugar y reacomodó mis órganos, pude valerme por mí misma al día siguiente, y de eso ya pasó una eternidad. Desde entonces, no volví a verlos. No hubo más interrogatorios o torturas, nadie me utilizó como alimento ni entretenimiento; entonces llegué a preguntarme ¿por qué me querían con ellos? Era claro que yo era la llave de uno de los mayores tesoros del mundo, pero ellos no estaban intentando someterme para sacar información y conseguir su cometido. Tanta paz estaba acabando conmigo.

Con los días transcurridos mi mente comenzaba a perderse en sí misma y no encontraba salida. No supe qué cambió en mí, sólo me di cuenta cuando ya era diferente y siquiera sabía por qué me tenían allí adentro. Llegué a pensar que debía decirles dónde se encontraba el diario para yo poder seguir viviendo, entonces me di cuenta de que mi cordura me estaba abandonando con pasos cortos y pausados, pero lo estaba haciendo. Habría pasado una semana cuando mi apetito se esfumó y episodios extraños estaban ocurriéndome; no podía recordar lo que estaba haciendo hacía cinco minutos o cómo me veía físicamente, muy a pesar de tener un espejo en el baño, al cual recurría cada dos por tres para saber si aún conservaba mi sonrisa.

La semana que le siguió fue tres cuartos de lo mismo, pero más grave. Mi estómago rugía y mi cabeza dolía, no recordaba el sonido de mi voz ni qué era lo que había fuera de esas cuatro paredes. No pude reconocer el cambio en mi cuerpo, y cuando miraba al espejo, sólo veía una figura fantasmagórica, pálida, huesuda y con círculos negros bajo mis ojos; mi ropa estaba polvorosa y mi cabello brillaba, puesto que continuaba lavándolo; no sabía por qué lo hacía, pero recordaba que, cuando tenía una vida, me esmeraba en relucir los rizos pelirrojos a como diera lugar. Quizás era la única muestra de humanidad que quedaba en mí.

Mi cuerpo estaba recostado en el sofá (para nada cómodo) mirando el techo. No había mancha o grieta allí que no conociera, y prontamente me hubiera visto impulsada a buscar otras cosas que me habrían hecho alejarme más del mundo racional. Pero la puerta decidió abrirse y dejar el paso libre a la luz en aquella penumbrosa y desolada habitación. La reacción llegó a mí muy tarde. Me senté en el sofá lentamente. El mundo giró a mi alrededor y me costó enfocar la vista por unos segundos; al conseguirlo, divisé un par de ojos entornados con ira destilando de ellos.

Jason ©Dove le storie prendono vita. Scoprilo ora