T R E C E

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Estaba paralizada, estupefacta. No reaccioné tan rápido como quise, no quería creer lo que estaba viendo.

—Félix —susurré.

Sus muñecas estaban marcadas, rojas; su ropa, rasgada, su cabello revuelto. Su mirada se posó en mí, me sonrió y guiñó un ojo, cuando sus ojos se desviaron, cualquier rastro de sonrisa desapareció.

Traición, eso había cometido Félix y no dudaba que eso se pagara con su vida, pero, ¿torturas? Intuí que eso ya no tenía nada que ver con la traición, sino algo más allá. Algo en lo que yo estaba directamente relacionada. Yo no iba a permitir que lo mataran.

Todos ya habían bajado las escaleras para cuando pude entender que yo tenía que hacer algo para impedir eso. Dann me obligó a sentarme en uno de los sillones, muy lejos de donde Félix se encontraba. Comencé a desesperarme.

—Félix —nombró Jason. Rebuscaba algo entre las herramientas sobre la mesa más lejana de mí—. Viejo y querido amigo Félix —habló paulatinamente, sin apuro, con mucha tranquilidad. Se acercó a Félix con algo en mano, algo que no podía ver, pero sabía de sobra sus intenciones—. 179 años de amistad y ahora vienes a traicionarme, ¡desgraciado! —Enterró un cuchillo en su clavícula, profundo, hasta el mango. Félix no gritó, sólo soltó un gemido, uno débil, como si se le hubiera clavado una astilla.

—Seremos buenos amigos, Jason, pero no puedo perdonarte tratar a una simple niña como una mierda —escupió Félix, sin miedo a nada, por más que ellos pudieran arrancarle la cabeza si lo querían.

Todos rieron con sorna, una ironía marcada.

—¡No me vengas con payasadas, Félix! Hemos salido de cacería muchas veces y no te ha importado matar a niñas como ella —Jason volvió a tomar la palabra. Tragué saliva—. Matarla a ella sería como matar a una más —susurró despacio, lento, con mucha cautela. Indeciso.

Se creó un nudo en mi garganta que me impedía respirar con normalidad. Los hipidos estaban cerca, luego llegaría el llanto y entonces me desarmaría. Sus palabras fueron mi realidad, una que no quería admitir.

Félix le sonrió.

—¿Y por qué no lo has hecho ya? —preguntó en tono burlesco-—. No sé qué compromiso tengas con ella, pero si lo hubieras tenido con cualquier otra y no te tratara con el respeto que siempre has querido que te traten todos, la hubieras matado. ¿Por qué a ella no? ¿Eh? Hoy te ha contestado, pero aun así la dejaste vivir, ¿por qué? —Félix le sonrió a Jason. Él parecía estar al borde del colapso—. Mátala, aquí y ahora —lo retó. Jason no reaccionó, pero apretaba sus puños, sus músculos estaban tensos debajo de su ropa—. ¡Hazlo!

Esa fue la gota que rebasó el vaso.

Jason tronó sus dedos, con lentitud caminó hasta un armario mucho más al fondo de la habitación, en un rincón oscuro y tenebroso. Se colocó unos guantes y luego sacó una extraña tira plateada, como una cadena, pero flexible. Plata. Apoyé mis brazos en los posa-brazo, ya no estaba sentada en el sillón, para nada relajada; estaba levitando sobre él, con mis pies preparados para una corrida. Jason azotó el látigo contra el piso estrepitosamente, éste se rajó. Levantó su brazo, tomó distancia y fuerza, aspiró rabia y se llenó el pecho de coraje. Y bajó el brazo.

Mi impulsivo actuar hizo que corriera hasta Félix. Y lo abracé. Apreté su cuerpo hasta que mis fuerzas desistieran y entonces sentí el impacto en mi espalda, crudo, frío, rápido e intenso. El metal atravesó y comió mi piel, envió un relámpago de dolor y agonía a todo mi cuerpo. Doloroso, asfixiante. Sentí que el aire abandonó mis pulmones, boqueé desesperadamente intentando conseguir algo, cualquier cosa que me indicara que yo iba a seguir con vida. Mis brazos cayeron muertos sin fuerza. Mis piernas temblaban, anticipaba mi desfallecimiento. Pero no entonces, no ahora, todavía me quedaban fuerzas para luchar.

Jason ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora