Capítulo I

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EN RUT

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Plymouth, Inglaterra. 1999

Harry se mordió el labio inferior antes de tomar una bocanada de aire y salir corriendo con su balón de vóleibol bajo el brazo. Sabía que su madre no era nada partidaria de que saliera a jugar solo al jardín, pero... ¡Diablos! Ya tenía once años, era mayor y se aburría demasiado después de pasarse en una tarde el último juego de estrategia que su padre le había regalado. En pleno agosto no podía desperdiciar aquellos cálidos e inusuales rayos de sol que calentaban el césped trasero.

Lucy, su tía de Lyon, había llamado por teléfono y cuando su madre entrecerraba la puerta del salón para hablar con ella, mientras enredaba un dedo índice en el cable del teléfono, sabía que tenía más de una hora para escabullirse.

La luz del sol dio directa en su cara mientras entrecerraba sus ojos verdes para acostumbrarlos a la claridad. Su piel oliva pareció brillar. Hacía un día fantástico y era una pena que su padre no llegara hasta la hora de la cena, pues le hubiera gustado mostrarle lo mucho que había mejorado con los toques de dedos. Pasó ambas manos por su cabello castaño claro para apartarse el flequillo de la frente. Se puso en posición.

Harry se mantuvo erguido mientras golpeaba por encima de su cabeza el balón con las yemas de los dedos. Los brazos en un ángulo de noventa grados y las manos en uno de ochenta. Contó veinte toques seguidos antes de largar un suspiro satisfecho. Sin duda cada día se le daba mejor. Deseaba progresar para poder entrar en el equipo de su futuro instituto, pues su profesor de educación física no dejaba de recordarle en cada clase que si así fuera, sería evidente que destacaría gratamente entre los de su curso.

Caminó hasta tener una pared de la casa en frente para esa vez practicar los toques de antebrazo. En esos sí que sentía que debía mejorar, sobre todo al controlar la fuerza de los tiros. Entrelazó sus dedos y comenzó. La mayoría rebotaron en la pared y volvieron a sus manos, las cuales aguardaban en perfecta posición. Sexto toque, séptimo, octavo... Creía que estaba todo bajo control hasta que no midió la fuerza y el balón rebotó hacia otro lado.

Resopló y lo volvió a intentar.

Cuarto toque, quinto... Bien, ahora uno más fuerte y...

—¡Ah! —exclamó, cubriéndose la nariz con ambas manos.

El balón había rebotado sin ningún tipo de contemplación en el centro de su cara y escocía, vaya que lo hacía. Dio una patada a la esfera antes de volver a maldecir, emitiendo un quejido de molestia. ¡Dolía! Hubiera vuelto a bufar conteniendo un puchero si una risilla a sus espaldas no hubiese llamado su atención.

—¡Menudo golpe! —chilló una voz aniñada entre nuevas carcajadas.

Harry dejó de sobarse el puente de la nariz antes de girarse. Entre las verjas verdes y de alambre de esa parte del jardín, la que colindaba con el de los vecinos, se asomaba un niño que apenas llegaba a la mitad del cercado. Sus ojos azules brillaban entre las risueñas lágrimas que brotaban de ellos. Reía y sus dientes blancos resaltaban. Su pelo lucía mal engominado, de punta por zonas... ¿Quién había dejado salir a ese crío así? Su camiseta de Looney Tunes parecía manchada de chocolate y sus manos estaban cubiertas de barro y césped.

Harry hizo una mueca y frunció el ceño.

—¿De qué te ríes, enano?

Sonó más duro de lo que pretendía, pero el niño de ojos añiles no pareció achantarse.

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