Trabajo de rutina

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James prácticamente me arrastró fuera de la habitación cuando faltaban quince minutos para las nueve.

—¡Tenemos tiempo! —dije soltándome y tratando de volver a poner mi hombro en su lugar.

—Apresúrate. Mientras antes lleguemos, mejor.

—Dime por favor que no es otro de tus puntos del manual.

—No necesito un manual, todo está aquí —dijo señalándose la sien mientras apuraba el paso.

No entendía su emoción. Bueno, para ponerlo desde el inicio, no entendía su repentino enamoramiento. Además, ¿podía haber elegido a alguien más escalofriante?

Como predije, estábamos en la conserjería de Hammock diez minutos antes de lo esperado. Sin embargo, si fueron sus instintos, no lo engañaron.

Irina y Emmeline ya estaban allí. Como la puerta de la conserjería estaba cerrada, teníamos que esperar a que Hammock, un extremista de la puntualidad, llegara. Bueno, no es que pudiera quejarse.

—Irina —saludó James con la sonrisa arrogante volviendo a su cara—. Emmeline. Buenas noches.

Sólo Em se volvió, como si estuviera sorprendida de que esta vez sí hubiera pronunciado bien su nombre.

—Buenas noches —murmuró tan bajo que sus labios apenas se movieron.

—Buenas noches —dije yo, sólo por llenar el incómodo silencio. Aunque James inmediatamente dio muestras de que la palabra “incómodo” no estaba en su vocabulario.

—Entonces chicas, ¿cómo les ha ido?

—¿Te refieres a después de conseguir un castigo por tu culpa? —dijo Irina como si estuviéramos hablando de qué opinaba sobre el clima. No parecía estar ni un poquito molesta.

James, evidentemente no cabía en sí de felicidad. Y, aunque lo creía imposible, su sonrisa se ensanchó.

—¿Creen que tendremos una noche interesante?

—Si consideras interesante tener que gastar fuerzas disolviendo energía demoniaca, entonces sí.

—La verdad es que puesto así no suena tan excitante.

—Si quieres adrenalina, puedo arrancarte la cabeza.

James soltó una carcajada. Si quería dejar de tener escalofríos cada dos segundos aquella noche, debía aprender a valorar mi vida tan poco como él.

—Te lo haré saber —le aseguró.

En aquel momento Hammock dobló el pasillo. Se detuvo unos segundos al darse cuenta que habíamos llegado inusualmente temprano (nadie que fuera enviado para disolver energía de demonios era tan puntual).

—Buenas noches.

Todos le devolvimos el saludo de forma distraída.

El señor Hammock era un hombre alto y delgado, siempre con la pinta de ser el mayordomo de una familia muy rica. Abrió la puerta con un chasquido de sus dedos y nos hizo una seña para que ingresáramos. Era una oficina inmensa, porque Hammock no sólo era conserje, sino también inspector, coordinador y otro par de títulos que no significaban nada pero que le daban mucho poder en Diringher.

—Su castigo —dijo tomando una hoja pulcramente depositada en su escritorio— es limpieza de energía demoniaca. Las zonas disponibles actualmente son…

Abrió un cajón de su escritorio y sacó una carpeta llena de marcadores. Diablos, este hombre era el orden personificado. Sólo había estado una vez en esta oficina antes, en tercer año, cuando un hechizo se me salió de control e hice crecer tres árboles en mitad del patio. Estuve un día en enfermería y tuve dos noches de castigo haciendo mantenimiento de armas para las partidas de caza. Un trabajo aburrido que se realizaba en uno de los sótanos de la Academia. Al menos ahora podríamos salir al aire libre. El señor Hammock desplegó un mapa frente a nosotros con un movimiento de su mano e hizo aparecer dos dardos.

—La zona que bordea el lago —uno de los dardos se clavó en el mapa como lanzado por una mano invisible— y en el área veinte, a unos metros de este claro.

Era evidente a dónde teníamos que ir, porque llegar al lago nos demoraría por lo menos hasta medianoche. A menos claro que el señor Hammock hubiera elegido ese día para consumir drogas y ofreciera transportarnos hacia allí con un portal o un conjuro. Bien, ya estaba desvariando.

Los blancos dedos de Irina se adelantaron y tomaron el dardo del área veinte.

—Nos quedaremos con este —dijo—. Que tenga buenas noches.

Salió de allí con tanta rapidez que demoré un segundo en darme cuenta que debíamos seguirla. Sin embargo, probablemente solo era mi imaginación, porque Emmeline y James ya estaban en la puerta.

—¿Le puedo ayudar en algo más, señor Anderson? —preguntó Hammock volviendo a enrollar su mapa.

Negué con la cabeza y me fui con ellos.

Eliminar energía demoniaca era un castigo igual de tedioso que limpiar armas. Cada vez que Diringher recibía noticia de que la Cofradía había detectado algún fugitivo o actividad anormal cerca de la Academia, esta prestaba sus alumnos (en realidad nosotros nos ofrecíamos) para poder atrapar algo por nuestros propios medios. Después de todo, era para eso que estudiábamos. Cuando “matábamos” un demonio, este se desvanecía en el aire pero, por supuesto, quedaba algo de él, eso era lo que llamábamos energía demoniaca. Después de un mes, se desvanecía sola, ya que no era usada. Esto le causaba problemas a varios nacidos de humanos que insistían en que a ellos les enseñaron que la energía no se podía destruir. Es decir, ¿qué parte de “le decimos energía demoniaca porque se le ocurrió a alguien y nos dio pereza cambiarle de nombre” no entendieron?.

Avanzar por el bosque de noche no era difícil si mantenías tu vista en la tierra para evitar las raíces de los árboles y alguien del grupo (el caballeroso James) convocaba una esfera de luz para que iluminara todo.

El área veinte era el lugar más aburrido del planeta en aquel momento. Un par de árboles, un inmenso claro sin símbolos de lucha alguna pero la vibrante energía demoniaca que indicaba que hubo una hace menos de una semana. Era importante hacer ese trabajo de vez en cuando, aunque sólo fuera por un castigo, porque nunca faltaba el mago oscuro que daba un paseo por allí y decidía que podía usar esa energía para apoyar su invocación de algún demonio más poderoso. O eso era lo que nos decían en clase.

La marca del lobo (Igereth #1)Where stories live. Discover now