Capítulo 1: Decisiones disparatadas (editado)

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Taissa bostezó ampliamente y se secó los ojos, reclinándose en la silla. No podía creer que hubiese tardado tanto. Echó un vistazo por la ventana y dejando la cabeza caer hacia atrás, cerró los ojos. La luz del sol la cubría como una segunda piel.

No había dormido en por lo menos 24 horas y las ojeras mostraban lo agotada que se sentía. Aunque aún le sobraban unos días de plazo, Taissa había querido trabajar la traducción de aquel manuscrito que parecía mirarla de mala manera (si es que hubiera tenido ojos para mirarla) a tardías horas de la noche.

Aún recordaba cómo había despertado de golpe, con el corazón martilleando en su pecho y faltándole el aliento. Con los latidos bajo la palma de su mano, colocada donde éste no paraba de palpitar inquieto, había decidido que no quería seguir durmiendo, aunque fueran las tres de la mañana. Pues aunque no lo recordaba, debía de haber sido un mal sueño si había salido corriendo de éste con tanta desesperación.

Molesta con la pesadilla, el interminable manuscrito y recordando que además no podía echarse un rato porque había quedado, se levantó de golpe.

—¡Ah, maldición! —Miró la hora y blasfemó al darse cuenta de lo tarde que era.

Se frotó los ojos rápidamente para espabilarse, y mientras salía a por algo de comer, aunque fuera un poco de fruta, se fijó en una escueta nota que había sobre la mesa. Reconoció la caligrafía al segundo.

"He ido al mercado, aunque volveré antes del mediodía.

No montes ningún jaleo, que te conozco,

mamá".

Taissa hizo una mueca por las últimas palabras, aunque no podía decir que mintiese.

Le dio un mordisco a una manzana que empezaba a ponerse mala y entró corriendo en su habitación, que compartía con su madre. Se quitó el camisón a trompicones, tirándolo en el suelo, y tomó la ropa que había doblada en la silla, que se había puesto el día anterior, y puede que el anterior a ese también. Con unos leotardos rotos debajo de un vestido largo de color crudo, a Taissa no le importó mucho si se veía decente, aunque el vestido tuviera una mancha de origen desconocido sobre su pecho. Se puso la bota izquierda y maldijo buscando su bota derecha, la que llevaba un remendado hecho por su madre cuando se había empezado a abrir como una boca.

Se levantó a trompicones de la cama para darle la vuelta y sintió bajo su pie una elevación blandengue que la hizo casi tropezar al imaginarse lo peor, que quizá era una rata. Soltó un suspiro mientras levantaba con cuidado la muñeca de trapo y le sacudía la suciedad de su suela. Si la muñeca estaba allí, era que su madre había vuelto a cogerla.

Encontró la bota faltante y se la puso. Pensando que hablaría de ello con ella más tarde, salió del cuarto y pasó junto a la habitación de enfrente, pero no se atrevió a mirarla. La puerta estaba cerrada a cal y canto desde hacía mucho, y aún así, un escalofrío todavía le recorría la espalda de vez en cuando.

Salió de casa y el característico olor a basura y putrefacción la envolvió, aunque sólo fuera de uno de los barrios pobres que se encontraban cerca. Las casas, bajos pequeños y llenos de moho, suciedad, y asquerosos roedores no hacía que fuese el mejor vecindario, pero era lo que había. Lo que fuese por estar protegidos de la lluvia y el frío. Sobre todo en ese momento, que el invierno era inminente y prometía ser duro.

Subió la pendiente de la ciudad y se escabulló hacia las casas más decentes para pasar por la papelería y comprar algo de tinta, ya que con su último trabajo la había gastado casi toda. El vendedor, que ya la conocía de sobra, se la vendió sin hacer ningún comentario. Metió el tarro en su bolsillo, y se dirigió a la pradera.

La hierba era de un color verde brillante a causa de la humedad, y le acarició los tobillos mientras alcanzaba la cima de la colina. Sobre ésta, Taissa dio vueltas alrededor de sí misma encontrándose totalmente sola. Con un bufido, se sentó sobre el pasto mirando cómo las nubes se acercaban desde el norte en tonos oscuros, y cómo el viento hacía ondear su cabello en frías ráfagas. Escasos minutos después, escuchó una voz llamándola tras su espalda.

Sam ya iba corriendo hacia ella, y por su expresión, parecía mortificada por llegar tarde a su cita diaria. Su cabello rubio rebotaba sobre sus hombros, recogido en una coleta trenzada mientras se levantaba la falda de su vestido lo suficiente para no tropezar.

—¡Ah! Siento llegar tarde. Mi... mi padre necesitaba ayuda y ya sabes cómo está la salud de mi madre últimamente... —se excusó recuperando el aliento y sentándose a su lado.

—Da igual —dijo ella tumbándose y llamándola a que se tumbara a su lado con un gesto de su dedo.

Era lo menos que podía hacer por Sam, tratar con indiferencia un pequeño error de puntualidad cuando sabía que podía hacer mucho más.

Si pudiese darle uno de esos brebajes que había hecho hacía un par de años atrás y que se había dedicado a vender discretamente, su madre volvería a levantarse de la cama. El problema era que sus soluciones eran infusiones o cataplasmas de ajenjo, berro, u otras hierbas medicinales impregnadas con magia, que amplificaban las cualidades que las plantas ya presentaban. O en situaciones peores, y aún no sabía muy bien cómo, se convertía en un elemento imprescindible. Razón por la que su padre se lo había prohibido.

Aunque ahora que él estaba muerto, no sabía qué se lo impedía.

—Pareces cansada, por cierto —comentó.

—¿Gracias?

—No lo digo a malas —respondió Sam.

—Lo sé, perdona. Es solo que el manuscrito me mantuvo toda la noche despierta —Se excusó —. Por lo menos ya lo he acabado.

—¿Toda la noche? ¿Es que tienes algún trabajo nuevo? —preguntó mirándola inquisitivamente, mientras ladeaba su cuerpo hacia el suyo para poder mirarla mejor.

—Sí, aunque no lo terminé por eso —Taissa miró hacia otro lado cuando dijo —. Y no es un trabajo que te vaya a gustar —Sam pareció prepararse para lo peor.

—¿Y eso? —Taissa no pudo mentir, ni siquiera para suavizar la próxima preocupación de su amiga. Literalmente no podía, cada vez que lo había intentado había sentido que las palabras se le atragantaban, que la ahogaban, como si tuviera un trozo de pan duro en la garganta y ni tosiendo pudiera sacarlo.

Era otro de sus infinitos secretos.

A veces se sentía teniendo dos vidas, una en la que era normal y corriente, y otras, cuando su cuerpo empezaba a sudar y la fiebre hacía que viera borroso y el mundo se tambaleara a sus pies por una maldita alergia al hierro, estaba convencida de que era una hada, una superviviente de Annwyn, de la isla de la magia.

Pero ella no era ni de Annwyn ni una fae, como le había explicado su padre, aunque sí que tenía algo de sangre feérica, que desgraciadamente para su familia se había fortalecido en ella, siendo capaz de invocar algo de magia en su niñez que luego había perdido. O que por lo menos había suprimido lo suficiente para dejar de sentir la esencia mágica que tenía la tierra que pisaba.

Sin embargo, bajo la cálida mano de Sam, Taissa se olvidaba de las pesadillas que desde su más temprana infancia la habían atormentado. Con ella se sentía totalmente humana.

—Tengo que robar el libro por mi cuenta —Taissa vio cómo fruncía el ceño y se preparaba para decirle lo horrible que era la idea, pero ella se adelantó —. Lo tengo planeado al detalle, y me pagaba el triple. No soy tan tonta como para desaprovechar esa oportunidad.

—Pues a mí es lo que me pareces —Taissa le dio un codazo y ella rió. Aunque sus risas fueron tan efímeras como su propio buen humor. Apartándole un mechón azabache de los ojos, le advirtió, como había hecho un millón de veces —. Sabes que si te pillan, te matarán, ¿no? —Era su forma de decir "Ten cuidado".

—Lo sé —admitió mostrándole una sonrisa confiada. Era posible que no pudiese mentir, pero eso era distinto, y se le daba muy bien. Fingir —. Si no me han pillado todavía, ¿por qué iban a empezar ahora?

El grimorio robado (La corte de los desterrados #1)Where stories live. Discover now