Capítulo 3: El hombre marcado (editado)

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Taissa cruzaba el mercado con pasos danzantes, serpenteando entre cada puesto, sin importar si eran de gama media o baja. Paseó los ojos en las tiendecillas de ropa, aunque no se interesó por nada. Curioseó por una sección de segunda mano, donde vendían libros usados, pero con un suspiro la dejó atrás, ya que no tenía suficiente dinero. Era el último puesto de ese tipo, ya que habían ido menguando cada vez más los últimos años, pues tampoco habían muchos que pudiesen leer, y de aquellos, menos que se pudiesen permitir aquel lujo.

Cuando echó una mirada a la multitud, reconoció la figura de su madre sin ni siquiera intentarlo.

Charlotte Owens era una mujer alta, de figura esbelta y con unos oscuros cabellos que a diferencia de los de su hija, mostraban vestigios de vejez, moteados de gris.

—¡Mamá! —gritó en el tumulto mientras se abría paso entre la multitud.

Algunos transeúntes se giraron hacia ella al escucharla, y la miraron; la curiosidad suscitando los cuchicheos que ella dejó pasar. Se había acostumbrado a convertirse en el centro de atención tantas veces que si no la molestaban intrínsecamente, no le importaba que le echaran un par de miradas. A no ser que estuviera de mal humor.

Cuando su madre se giró al escucharla, su mirada se perdió entre el gentío, buscándola entre la gente. Frente a ella estaba la señora Francis, una amiga íntima de su madre, quien con gran suerte la encontró primero y le señaló dónde estaba.

"Charlotte, ahí" le leyó los labios.

Su madre, como si no procesase lo que estaba viendo, le hizo un gesto para que se acercara. Taissa resopló. Dio gracias a Dios de que casi siempre se pusiera en el mismo sitio, ya que así podía encontrarla fácilmente, no como cuando iba a comprar, que podía tardar horas, que era cuando no se molestaba en buscarla.

—¿Qué haces aquí, cariño? —le preguntó poniéndole un mechón oscuro que le tapaba la vista detrás de la oreja —. Pensaba que te levantarías tarde.

—Tenía ganas de tomar un poco el aire —le contestó Taissa.

Observó que llevaba la vieja cesta de madera de siempre, con pañuelos de tela que ella misma había bordado. Eran preciosos, a pesar de que la cesta aún estaba llena por la mitad.

La señora Francis llevaba una bolsa llena de comida, ingredientes que Taissa supuso que usaría para alimentar a su marido y a sus tres hijos (o a su camada, como a ella le gustaba llamarlos). Llevaba unos guantes blancos con bordados dorados que Charlotte había hecho y que le había regalado por su cumpleaños hacía dos meses, que casi nunca se quitaba.

Desviando la vista de sus enguantadas y ocupadas manos, Taissa se fijó en que había más movimiento del que solía haber (que ya era mucho decir).

—¿Qué pasa aquí? —preguntó mirando alrededor.

Y entonces los vio, se miraban entre ellos, desde distintos puntos del mercado, haciéndose gestos con la cabeza, comprando poco, y mirando los objetos a la venta incluso menos. Eran soldados, aunque no parecían estar trabajando, ya que no iban uniformados... o no todos. Aún así, Taissa los encontró sospechosos. Estaban alerta. A lo mejor era una cualidad que estaba incluida con el trabajo.

—Llegaron soldados de la capital hace unos días —dijo la señora Francis. Taissa no se sorprendió de enterarse en aquel momento, ya que había estado ocupada —. Los vi marchar hacia el castillo.

—¿Y eso? —preguntó ella. A pesar de la cantidad aumentada de soldados, la noche anterior no había sido diferente a las anteriores.

—Ni idea —contestó encogiéndose de hombros.

El grimorio robado (La corte de los desterrados #1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora