XXXVI

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Después de esto, algo en Renato se había roto.

La persona que más amaba y contenía en el mundo, lo había abandonado por medio de una carta. Se culpó muchas veces, se culpó por haberle dicho que en cuanto esté seguro, les cuente a sus padres sobre ellos y su relación; se había culpado por no haber podido salir con él justo esa tarde, se había culpado por insistirle en que quería caminar de la mano por la calle con él.

Renato se sentía tremendamente culpable; culpable de que se haya ido, de que lo haya dejado... culpable de su propio dolor y de su angustia. Él era un chico de apenas 15 años, quien se había enamorado por primera vez de otra persona; había confiado, había amado, besado y tenido sexo por primera vez con él. Santiago siempre le había generado esa confianza ciega, esas ganas de entregarse y brindarle todo lo que él le pidiera.

Fue por esto, que cuando Renato cumplió sus 16, comenzó a enloquecer. Luego de la profunda depresión en la que entró tras la partida de su ahora ex novio, toda esa tristeza acumulada había repercutido en su vida en una de las peores maneras; su vida giró directamente hacia las drogas y los actos ilegales, comenzando con pequeñas cosas que se fueron tornando de mayor gravedad con el paso del tiempo. El lapso de tiempo desde sus 16 hasta sus 18 fue caótico. Sus padres ya no sabían qué hacer con él; no sabían cómo ayudarlo a salir de todo eso.

Fue de esa manera, que empezó a trabajar junto a su padre en el tema del boxeo. El hombre, ya cansado del estado en el cual su hijo llegaba a la casa muy tarde en la noche, le dio una charla contándole acerca de qué hacía allí, en ese negocio, y le dijo que podía trabajar con él a cambio de ganar dinero para sí mismo, dado que ya era mayor de edad.

Renato ya sabía en lo que estaba metido su padre; hacía años lo había descubierto, a sus 14. El mismo año que se refugió en Santiago, asustado de lo que un familiar cercano hacía. Jamás pensó que, años después, estaría aceptando trabajar en ese negocio ilegal a cambio de dinero y, a su vez, con la condición de dejar las drogas y obedecerlo.

Los años fueron pasando, y el trabajo de los familiares siguió creciendo y avanzando. Cada vez eran más los boxeadores que tenían en su bando; de mejor calidad y más fuertes. Renato era como el cuerpo sigiloso y estratega del grupo; era el encargado de seducir a algunas personas a cambio de conseguir lo que quería, era un muy buen actor y debido a todo lo ocurrido en su vida, alguien tremendamente frío.

Cumplidos sus 21, pasados ya 6 años de lo ocurrido, Renato había logrado superar a Santiago y todo el amor que sentía por él. Sin embargo, aún estaba cerrado a la posibilidad de alguien nuevo entrando en su vida, aún pensaba que ese pelinegro sería el único capaz de adentrarse en su alma y llenarlo por completo, siendo que no había vuelto a buscarlo nunca, como había prometido años atrás... y Renato le había creído, cerrándose en la idea de esperarlo.

Hasta que llegó Gabriel.

Esos ojos verdes curiosos que lo miraron en aquel boliche lo cegaron, lo encandilaron y lo hicieron dudar por algunos segundos. Había caído en aquel boliche por orden de su viejo, diciéndole cómo era físicamente la presa de esa noche a la cual debía seducir y robar. Tarea fácil, había pensado el castaño, como siempre. Pero no contaba con la posibilidad de encontrarse con la voz más ronca del mundo hablándole al oído mientras le tomaba fuerte las caderas sobre una silla, ni esperaba amar tanto la sonrisa que le regaló esa noche antes de dormir. No esperaba que se le diera vuelta el mundo después de algunos toques, y mucho menos esperaba terminar como terminaron.

Él, huyendo del hospital.

Gabriel, preso.

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