Epílogo.

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Narrador omnisciente.

Las despedidas eran dolorosas. Lo eran.

Bayron era testigo de ello, cuando arrodillado, sus lágrimas caían por montones en la ropa de Kenda, su flaca.

La mujer que llevaba en su vientre un ser. Un ser producto de su amor, de su pasión, de su descontrol. Una explosión de ese caos que formaban cuando estaban juntos.

El salón rodeado de muertos, lleno de sangre y de dolor se complementó con los sollozos de Bayron. Cargados de ira, desesperación, impotencia.

—No me podés hacer esto—Bayron negaba con la cabeza, mirando el cuerpo inerte de su chica. La misma con la que pasó momentos inolvidables y seguramente, jamás vividos después.
—¡No me pueden hacer esto!—su puño chocó con el suelo frío del salón. —Mi fla-flaca—gimoteó acariciandole la cara. Las lágrimas nublaban su vista. Le acarició las mejillas, los labios, la nariz. Negaba con la cabeza y subió a sus pestañas, deslizando sus dedos por estas y con un gran dolor, cerró los ojos que habían quedado abiertos. Quería creer que todo esto era una pesadilla, que nada era verdad. Él quería despertar de ese hechizo maligno. Él, cansado de ver esa imagen, cerró los ojos con mucha fuerza.

Apretó sus manos en puño y la respiración se le entrecortaba. Abrió sus ojos, bajó su mano y la deslizó por el abdomen de Kenda, lo acarició, escuchando la voz de su hijo decir lo bonito que fue vivir esas pocas semanas ahí dentro. Quería volver a escuchar la risa de ella, verla sonreír. Verla alterada, no queriendo perder ni una, siendo guerrera, siendo aletosa, viva, audaz. Como la conoció.

Su corazón tenía un vacío incapaz de llenarse, su alma estaba rodando en pena y su vida se la había llevado esa mujer con su hijo dentro. Ya no quedaba vida, no quedaba esperanzas, no quedaba esa felicidad de la que tanto habían experimentado.

Ya no había una mujer loca, sonriente, valiente, sino un cuerpo inerte, unos ojos cerrados y una cabellera empapada de sangre. Así había terminado su vida.

Así había culminado su injusta y luchada existencia. Con miles de sueños por cumplir, con muchas experiencias por vivir y dejando atrás el mundo del que hacía parte. El mundo del peligro, del dolor, que finalmente la había alcanzado.

—Mi hi-hijo—lloró con tanta fuerza que ni se escuchaba lo que pronunciaba.

De repente la abrazó como nunca y le besó la frente. Demostrándole todo su amor por medio de aquel gesto. Así supiera que ya no estaba, él la sentía ahí. Más viva que nunca.

Él lloró y lloró, sintiéndose profundamente solo y roto. Ya no le quedaba alma. Se iba a morir ahí, junto con ella. Eso era lo que quería él.

No le tengo miedo a la muerte pero al menos que no aparezca sin antes ver crecer a nuestros hijos.

Suspiró pesadamente queriendo morirse. Y es que de amor nadie se moría, pero cómo dolía.

Dolía demasido que te arrancaran una ilusión, una esperanza, que te alejaran de lo que más querías y de lo que hacía que tu vida no fuera tan mierda.

El sonido de la puerta derrumbandose y un montón de policías armados llegar al establecimiento no habían ni siquiera alarmado a Bayron, que estaba muerto en vida. Los policías apuntaban mirando todo el desastre que había alrededor, fijaron sus vistas en el cuerpo tumbado de Kenda, viendo como Bayron la abrazaba, como sus lágrimas formaron un mar de sentimientos y como empapaban la camiseta de ella, que tenía sus ojos cerrados y ya había pasado a mejor vida.

—¡Quieto!—gritaron los policías. Bayron no se inmutó, todo estaba nublado a su alrededor. No lograba escuchar nada, ni quería hacerlo.

Su corazón había dejado de latir en ese instante. Quiso que ella se levantara de ahí y le dijera: "langaruto, estoy aquí. No llorés que esas no son penas". O que le dijera alguno de esos dichos de abuelita con los que solía salir. O que sonríera y lo tentara a hundirse en su cuerpo. O que se ríera. Algo, algo con lo que pudiera recordarla para siempre.
Pero no era posible.

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