32. De negro para el funeral de un infiel

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La boda había comenzado hace veinte minutos y yo estaba llegando tarde.

La noche anterior quedé nerviosa porque sabía que tendría que ver a mis padres al día siguiente y no pude pegar un ojo. Me quedé trabajando hasta las cinco de la mañana, cuando finalmente caí rendida del sueño.

Ni siquiera escuché la alarma.

—¡¿Por qué no me despertaste?! —le grité a Santiago por el teléfono mientras bajaba del autobús.

Mi vestido negro era lo suficiente largo como para tocar el suelo de la sucia calle. Tuve que levantar la falda y saltar la boca de un desagüe con mis tacones de aguja. Me daba miedo barrer con la tela alguna colilla de cigarrillo o algo aún más sucio.

El salón de fiestas estaba en el último piso de un enorme hotel ubicado en el centro de la ciudad. Uno creería que yo llamaría un mínimo de atención corriendo por las calles, chocando con personas y gritándole a alguien en el teléfono. Pero a nadie parecía importarle.

—Porque yo llegué varias horas antes con papá —me recordó mi hermano—. De hecho, recuerdo a papá ofrecerte un lugar en el auto semanas atrás. Pensamos que como lo rechazaste, ya lo tendrías cubierto. No que vendrías en autobús a última hora.

—¡Me dormí!

Me tapé la nariz con mi mano enguantada cuando pasé junto a un puesto de perro calientes. Mi estómago comenzó a gruñir como si quisiera recordarme que no desayuné nada.

Desperté al mediodía, me puse el vestido como pude y estuve viajando por horas en medio del embotellamiento. La tarde pronto comenzaría a caer.

Sentía que estaba yendo a mi propio funeral.

—¿Dónde estás? —me preguntó—. Tu padre no quiere comenzar hasta que llegues. La gente se está molestando.

—¡Casi llego! —grité cuando visualicé la entrada del hotel del otro lado de la avenida—. Diles que una princesa se hace esperar. Que coman algo.

A Santiago no le hizo gracia.

—No se suponía que el día girara alrededor de ti hoy —dijo antes de colgar.

Me quité el teléfono de la oreja y por un momento mi corazón se detuvo mientras los autos pasaban a toda velocidad delante de mí.

Me dije a mi misma "¿Esto no es lo que querías? Molestar a tu padre en su boda", pero ahora que lo había conseguido sin querer, me sentía culpable. Y nerviosa. De repente me dio miedo entrar, porque sabía que tendría que lidiar con el enojo de la gente.

No quería estar aquí. Quería estar en casa, viendo algún k-drama y comiendo gelatina. Entendía que tuviera que ser la dama de honor, porque era hija de uno de los novios, pero al mismo tiempo sentía que iba a ir sólo para estar incómoda o no saber qué hacer. No conocía a nadie.

—Sé una adulta —me regañé.

Alcé el mentón, levanté mi falda y crucé la avenida.

El trayecto en ascensor me pareció eterno. Especialmente porque yo era la única en él y tuve unos buenos diez minutos para reflexionar sobre todas las decisiones que me habían llevado hasta ese punto, hasta que finalmente mi mente llegó a donde yo no quería y me pregunté si, mientras yo estaba ahí, Seth ya se encontraría en el autobús.

¿Habría llamado a Alex para avisarle que vendría? ¿Ella le habría respondido?

Podría simplemente preguntárselo con un mensaje de texto, pero le temía a la respuesta.

¿Cuándo me había vuelto tan cobarde?

Las puertas del ascensor se abrieron y apareció frente a mí el altar.

Ella sabe que la odio | YA A LA VENTADonde viven las historias. Descúbrelo ahora