33. Parece que llueve

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JESS

Llegué a la casa de Alex con el frío de las seis de la mañana. Si el viaje era de siete horas de ida y siete horas de vuelta, queríamos regresar a casa lo más pronto posible.

Yo veía esto como un viaje de trabajo, un "encargo". Para mí era algo que se debía hacer aunque no quisiera. Para Alex... yo sabía que era más que eso.

—¿Estás segura de que quieres venir? —preguntó la morena junto a su auto.

El sol aún no había salido. Las dos estábamos cubiertas de pies a cabeza en abrigos y el viento fuerte que llegaba desde el río hacía que las ramas en los árboles de su jardín se azotaran contra el techo que resguardaba su auto.

Las dos estábamos temblando. Ni siquiera usar dos pantalones nos salvaba del frío matutino en pleno invierno.

Me acerqué hasta ella y tiré de su bufanda negra para atraerla hacia mí. Mi primer instinto fue besarla y creo que Alex también esperó eso por la rapidez con la que sus mejillas tomaron color, pero me recordé a último momento que no estábamos saliendo.

—A donde tú vayas, yo voy —Fingí acomodarle la bufanda. Qué cobarde que era—. ¿Estás segura de que quieres ir?

—Voy a ir —respondió. Ninguna de las dos dio una respuesta apropiada para esa pregunta—. Tengo que ir.

Dejé un beso en la punta de su nariz y ella cerró los ojos.

—Entonces está dicho. Vamos las dos.

Pese a la hora y a que probablemente ninguna de las dos tuvo mucho tiempo para dormir, las dos estábamos espabiladas. Tal vez por lo que significaba esto. Yo apenas si pude pegar un ojo desde que llegué de la boda, a media noche.

Y sé, porque hablé con Alex por teléfono apenas llegué, que ella tampoco pudo dormir.

Ella comenzó a conducir y yo apoyé la mejilla en el frío cristal del auto para ver los árboles pasar. Tuvimos alrededor de dos horas de viaje hasta que el sol comenzó a salir y para ese entonces ya nos encontrábamos en la ruta, así que pudimos ver el cielo hasta el horizonte, rosa, naranja y amarillo.

—Se ve como tú —dijo Alex de repente.

Levanté la cabeza de la ventana, sin comprender.

—¿Qué cosa?

—El cielo. —Alex quitó una mano del volante y señaló al cielo con un dedo—. Rosa y naranja como tú. Y amarillo también. Te gusta usar ropa poco práctica y pastel.

—Habló la gótica que se mete el dinero entre las tetas.

Alex rio, metió la mano en el cuello de su sudadera negra y sacó su teléfono celular como si se tratara de un truco de magia.

—Tienes que estar bromeando.

—Pon nuestra playlist —me ordenó mientras me pasaba su teléfono—. Nunca agregas canciones. Mete las que tu quieras.

—Podemos escuchar las canciones que tú has puesto.

—No, quiero escuchar algo tuyo.

La miré un momento, pero ella no me miró de regreso, así que le volví a prestar atención a su teléfono.

Eran esas cosas pequeñas que nadie había hecho nunca conmigo las que hacían que me gustara Alex. Y también eran ese tipo de cosas que jamás iba a admitir que me gustaban porque mi reputación de mujer sin corazón debía seguir en pie.

Ella sabe que la odio | YA A LA VENTADonde viven las historias. Descúbrelo ahora