Prólogo

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Ella estaba allí recostada en esa cama de hospital. Sabía que no le quedaba mucho tiempo de vida, ya no tenía fuerzas y los dolores eran cada vez más insoportables. Su hija dormía en sus brazos y a pesar de que el médico le había dicho que descansara, ella no quiso hacerlo, ya tendría mucho tiempo para descansar. Quería pasar sus últimos días cerca de sus seres queridos, verlos por última vez, grabar sus facciones a fuego en su alma.

Ella creía en la vida más allá de la muerte, creía en que pronto estaría en un lugar mejor y que allí ya no habrían dolores ni sufrimientos; pero lo que le quedaba de vida, debía aprovecharlo al máximo.

Ese mismo día, más temprano, su hijo Arandu había venido a jugar con ella. Había traído una docena de pequeños autos de juguete y los había acomodado sobre la cama, habían imaginado carreteras y ciudades alrededor de las cuales los autos circulaban. Mientras el pequeño imaginaba situaciones, ella lo miraba, memorizaba el color de su cabello, la pureza de su mirada. Era un buen chico, dulce y muy maduro para su edad.

—Cuando yo me vaya, cuidarás de tu hermanita, ¿verdad? —dijo tomándo su pequeña mano entre las suyas.

—¿A dónde vas a ir? —preguntó el pequeño.

—Al cielo, junto a papá Dios y a la Virgencita de Caacupé.

—¿Por qué te vas a ir? —preguntó—. ¡Yo también me quiero ir!

—Un día vas a ir también... y te voy a estar esperando. Prometeme que serás un buen chico —pidió intentando contener las lágrimas. El chico volvió a concentrarse en mover uno de los autitos y ella lo imaginó convertido en un hombre, guapo, trabajador, honrado.

—Sí, yo voy a cuidar a Panambí, mami —afirmó el pequeño luego de un rato.

Cuando su papá lo vino a buscar, trajo a su pequeña hermana. El médico le había pedido que no estuviera con más de uno a la vez. Ella besó a su chico en la frente y lo abrazó con mucha fuerza.

—Dios te bendiga, te cuide y te proteja siempre mi bebé —agregó haciendo la señal de la cruz en la frente de su hijo.

—No soy más un bebé. —Se quejó el chico y su madre sonrió.

La pequeña niña de pelo negro estaba adormilada, su padre la colocó al lado de la cama y la chiquita se arrastró hasta colocar su cabeza en el pecho de su madre. Cuando su marido y su hijo se fueron, ella le cantó; le cantó como lo hacía siempre, desde el día que nació... incluso mucho antes. A pesar de que Panambí no podía escuchar, ella había insistido en cantarle desde siempre, y la niña se colocaba cerca de su pecho, donde parecía recibir las vibraciones de la voz de su madre... eso la calmaba y enseguida quedaba dormida.

—Serás una niña muy bonita mi Panambí... serás muy fuerte porque lo has sido desde antes de nacer. Juntas vencimos todos los obstáculos y ahora que te miro, tan linda, tan perfecta... sé que todo valió la pena. Nunca te olvides que sos la mariposita de mamá, que un día tenés que abrir tus alitas y volar, tenés que tener una mejor vida que la que me tocó a mí, vos tenés que llegar lejos.

»Nunca te des por vencida mi chiquita, no dejes que nadie te haga sentir diferente porque vos no sos diferente, sos especial. Vos no podés escuchar, pero las personas que te quieran sabrán escuchar tu hermoso silencio, sabrán encontrar la mejor melodía en tus ojos brillantes, en tu sonrisa chispeante, en tu alegría y tu fortaleza. Pase lo que pase, mi bebé... no te des por vencida nunca. La vida es de los que la luchan hasta el último suspiro, mi hija. Yo me voy, pero no me quejo y doy gracias a Dios que me permitió quedarme un tiempo a tu lado y verte crecer.

Dos días después de aquello, falleció.

Dos días después de aquello, falleció

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Tu música en mi silencio ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora