Capítulo 30

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Tenían varios meses que no me quedaba mirando el cielo por horas.

Las nubes blancas como machas sobre un manto azul. El sol brillando a lo lejos sobre unos cuantos árboles. La zona verde que existía por detrás de mi casa estaba siendo consumida pues un grupo de gente había establecido sus casas de madera y cartón ahí. Ya no había colores verdes inundando mi vista, solo quedaba la imagen de casitas que con la mínima tormenta se caerían.

Paracaidistas les llamaban. Y no porque supieran algo sobre lanzarse desde avionetas o lugares altos. Según mamá se refería a que caían en cualquier parte, lo que traducido a un idioma universal significaba que construían sus casas en terrenos no aprobados por hacienda. No importaba si se trataba de un antiguo basurero, las tierras abandonas de un agricultor o áreas verdes. Si había espacio, allí vivirían.

Antes de ellos nadie vivió cerca de casa de esa manera ya que en general se trataba de una colonia de familias acomodadas. El fenómeno se había suscitado semanas atrás, y todos los vecinos hablaban de ello como si aquellos hombres fueran la escoria del país, cuando desde mi punto de vista la basura en realidad vivía en las mejores casas y conducían los más lujosos autos.

Esa mañana los estuve mirando tanto como la distancia lo permitía. En general parecían hacer las cosas que una familia normal hace. Desde mi habitación se abría paso a lo lejos una choza pequeña cuya pared estaba cubierta con una lona de un candidato presidencial. También tenían una piedra lisa en el patio sobre la que una mujer de aspecto demacrado, con la piel manchada por el sol y el cabello pegajoso atado a una coleta, salió a lavar ropa. Tenía dos hijos pequeños: ellos corrían de un lado a otro sobre el piso de tierra dentro de la propiedad barreada con una cerca improvisada de madera y alambre. De vez en cuando la mujer se tallaba la cara mostrando que le dolía la espalda al echarse para atrás, y se volvía a los niños para gritarles frases inteligibles para mí. Una chica delgada, con la cara de una adolescente de no más de trece años, entraba y salía por la puerta forrada de costales de maíz, con una expresión sombría en el rostro. Arrugaba los labios al mismo tiempo que inclinaba las cejas. Siempre con la cabeza abajo y las manos cruzadas sobre su regazo.

De un momento a otro, la mujer quien parecía molesta desde el principio, la tomó por el cabello despeinado con una mano, y soltó bofetadas con la otra hasta que la muchacha se cubrió; entonces cerró el puño y le pegó repetidas veces en la cabeza mientras la chica se aferraba a sus ropas. Luego la apartó de un empujón sin parar de gritarle, volvió a su trabajo y la dejó arrodillada en el piso con las lágrimas escurriendo.

Yo abrí los ojos bien grandes pues jamás había visto a una mujer tratar de esa manera a alguien tan joven. Mamá solo había abofeteado una vez a Noa cuando él tenía quince, y con justa razón pues comenzó a lanzar maldiciones sin medir sus palabras. Además de eso, y las veces en que las vecinas se gritaban, jamás fui testigo de tal violencia.

Tomé un conejo de peluche que tenía por un lado y me quedé mirando a la chica que apenas se levantaba del suelo. Tan impactado estaba con la imagen que incluso me escurría la baba sin que me diera cuenta.

Julie llegó a la habitación cuando la niña estaba por ir de vuelta al interior de la cabaña. En cuanto me miró esbozo una sonrisa mientras levantaba las cejas.

-¿Sucede algo? -preguntó acercando un pañuelo a mi barbilla para limpiarla.

Negué con la cabeza.

Mi vecina, la niña de brazos delgados a la que su madre o hermana mayor le golpeaba con frialdad, caminaba con la mano en el labio como si intentara detener la sangre.

-Dani, ¿te encuentras bien? --quiso saber de nuevo pues yo no lograba apartar la mirada.

Negué con la cabeza y comencé a llorar enseguida.

Daniel "Un Chico Enamorado"  (EDITANDO)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora